IV Semana de Pascua
Introducción a la semana
Esta semana las lecturas evangélicas nos hablan de la identidad más propia de
Jesús, que se pone de manifiesto sobre todo a raíz de la resurrección: su
singular relación con Dios, a quien llama “mi Padre”. Él es el Buen Pastor, que
conoce a sus ovejas como el Padre lo conoce a él; da su vida por ellas, y por eso
lo ama el Padre. El testimonio más claro de que es el Mesías son las obras que
hace en nombre del Padre, todo lo que él le encargó decir y hacer. Por eso, el
que lo recibe a él por la fe, recibe también al que lo envió, al Padre, en cuya
casa nos prepara un lugar, porque hay sitio para todos. Sólo él nos conduce al
Padre (“yo soy el camino”), él es quien nos lo revela (“yo soy la verdad”) y quien
nos hace vivir de él y para él (“yo soy la vida”). “Yo y el Padre somos uno”, dice
claramente Jesús, y con ello nos asegura que, mirándolo a él con fe y orando en
su nombre, vemos a Dios mismo y obtenemos de él lo que pedimos.
De esta intimidad con el Dios de Jesús nació la comunidad eclesial, de cuyos
hechos nos siguen hablando las primeras lecturas de esta semana. Es ella la
que, impulsada por el viento del Espíritu de Jesús, aparece como protagonista
visible de tales hechos. Es ella la que pide a Pedro explicaciones sobre la
novedad de la predicación a los gentiles, y Pedro las da satisfactoriamente
(admirable modo de ejercer la autoridad en la Iglesia). Es ella la que envía
“oficialmente” misioneros, tanto para anunciar la Palabra en las sinagogas de los
judíos como para hacerlo en los foros de los paganos. Con este fin les imponen
las manos, rito que simboliza la misión del Espíritu Santo, principal artífice de
este dinamismo. Y se recoge el primer discurso de Pablo, que recorre los
grandes acontecimientos y las profecías del Antiguo Testamento para mostrar su
cumplimiento en la persona de Jesús, con el rechazo de los judíos y la alegría de
los nuevos discípulos.
Con permiso de dominicos.org