Tiempo y Eternidad
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José Manuel Otaolaurruchi, L.C.
Las glorias del hombre
Queda un mes para que las ligas de fútbol concluyan la temporada y los
equipos ganadores alcen sus trofeos como signo de su victoria gloriosa.
Mientras tanto el FMI y el BM también concluyeron sus reuniones de primavera
en Washington al decidir en privado el destino de los pueblos, gloria del poder
económico. La ciencia y la tecnología muestran sus conquistas en el campo de
la medicina y las comunicaciones. Admiramos las glorias del mundo como
cándidos espectadores fascinados y maravillados.
Descendiendo del ámbito de los poderosos, contemplemos ahora a los
mortales de a pie, donde también se busca la gloria y el honor en el interior de
un aula de clase, donde algún destacado alumno se hará acreedor de los
primeros puestos en el colegio o en la universidad. Hasta en las tiendas de
servicio se expone la fotografía del empleado del mes. La gloria, el éxito, la
admiración nos seduce a todos, sin distinciones.
Jesús parece que también cayó en el hechizo de la gloria humana, pero no lo
hizo en los aplausos, ni en el poder, ni en los reconocimientos, ni en el éxito o
las innovaciones, su gloria siempre estuvo centrada en cumplir la voluntad de
Dios Padre, en ser grato a sus ojos, en llevar a los hombres la paz y el perdón
de los pecados. “Cuando salió Judas, dijo Jesús: Ahora ha sido glorificado el
Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en él” (Jn. 13,31).
En el momento en que Judas abandonó el cenáculo, Jesús sabía
perfectamente que sus horas estaban contadas. Dentro de poco comenzaría su
pasión y el momento de consumar el sacrificio de la nueva alianza que sería
sellado con su propia sangre. En vez de experimentar tristeza, parece que
exulta de gozo porque está a punto de apurar el cáliz de la redención. Por eso
afirma que ha sido glorificado y al mismo tiempo, el Padre es glorificado en él.
Así es Dios, y por eso nos cuesta tanto trabajo entenderlo. Él corre con las
luces largas, mientras que nosotros avanzamos con las cortas, preocupados de
lo inmediato, que siendo también importante, no lo es todo y mucho menos
esencial. “De qué le vale al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma”
(Mc. 8,36). Y cuando nos va bien en las cosas materiales, recordemos el
consejo de Jesús: “alegraos más bien de que vuestros nombres estén escritos
en el cielo” (Lc. 10,20). En las bienaventuranzas encontramos muchos motivos
para gloriarnos, “estad alegres y dichosos porque vuestra recompensa será
grande en el cielo” (Mt. 5,12). Que este quinto domingo de pascua nos ayude a
buscar la gloria en aquello que nos hace grandes a los ojos de Dios.
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