Ni sobre Dios hay Señor, ni sobre sal hay sabor.
DOMINGO DE PENTECOSTÉS 2013
La alegría de la Pascua de Cristo resucitado llega hoy a su culminación, cuando
recibimos al Espíritu Santo de amor y de consuelo. El Espíritu Santo viene no a
suplir a Cristo, sino a fortalecer su empeño de salvar a todos los hombres,
congregándolos en un solo pueblo, hasta que llegue el momento de vivir para
siempre en la presencia del Buen Padre Dios.
Hoy nos sorprendemos con esa doble venida del Espíritu Santo, primero a los
apóstoles en el mismo día de la Resurrección de Cristo Jesús, una venida discreta,
apacible, pero no por eso menos importante, pues ese mismo día da Cristo a los
suyos el poder de perdonar los pecados a sus hermanos los hombres, y la segunda
venida, más formal, más aparatosa si quieren, e igualmente importante, porque en
ese día, de ser una comunidad cerrada, temerosa, tímida e incomunicada, se
convierte en la gran Iglesia de puertas abiertas que tiene la rica encomienda de
acercarse a todos los hombre para llevarlos al Padre.
No sin razón el Espíritu Santo ha sido llamado el Espíritu de Amor, pues su
cometido es hacer que los hombres “sientan” en carne propia el llamado de Cristo
al amor fraternal, que nos una como un solo pueblo en camino a la gran fraternidad
en la presencia del Padre Dios que nos envió a su Hijo Jesucristo para salvación de
todos los hombres.
No podemos olvidarnos que gracias al Espíritu de Amor, hacemos presente en
nuestros altares al mismísimo Hijo de Dios, para que nosotros tengamos el
alimento de los que vamos de camino. Un alimento indispensable si queremos
alcanzar las alturas de la santidad, de la fraternidad y del amor.
Pero un dato que nos pasa casi desapercibido es que además de hacer presente a
Cristo en los altares, también invocamos al Espíritu Santo sobre la misma
comunidad de los creyentes, para que la unidad de los creyentes se haga realidad
en la vida diaria: “Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la
unidad a cuantos participamos del Cuerpo y la Sangre de Cristo”. Qué importante
debe ser esa unidad de la Iglesia cuando en el momento más solemne de la
Eucaristía la Iglesia suplica para toda la Iglesia esa unidad y la paz.
Ante situaciones que cambian cada día, ante comunicaciones que nos tienen
pendientes y casi cautivos, ante un hombre que siente ansias ilimitadas de
conquistas y el que se siente al mismo tiempo insignificante en su pequeñez, ante
un hombre que siente en sí los efectos del pecado y siente al mismo tiempo afanes
de santidad, ante un hombre que hace lo que no quiere y no hace lo que debería
hacer, ante un hombre que vive inmerso en el materialismo y en un consumismo
absurdo e imperioso y ante multitud de hombres que buscan famélicos un poco de
pan para sí y para la familia, ante un hombre que todo lo espera de la actividad
humana y del sólo esfuerzo humano la verdadera y plena liberación del hombre,
hoy tenemos que volver la mirada a Cristo que ofrece a su Espíritu Santo como el
compañero de camino, que además ilumina y fortalece para el itinerario de santidad
y de gracia, un Espíritu Santo que no está casi de adorno, sino para enseñarnos la
humildad y la confianza en Cristo Jesús y en el Padre que de por sí ya nos ama para
ser dóciles a esa gracia que se manifiesta como salvadora y liberadora, pues pone
su confianza no en otra parte, sino en Cristo Jesús, el mismo ayer, hoy siempre,
que finca nuestra liberación y da al hombre verdaderos causes para que emplee
todas sus energías y todo su potencial, para hacer de la humanidad un verdadero
semillero de paz, de alegría y de fraternidad, donde el pan se multiplique para
todos los hombres y para todos los hogares.
Terminamos sencillamente nuestra reflexión, con la liturgia de este día: “Doblega
nuestra soberbia, calienta nuestra frialdad, endereza nuestras sendas, concede a
aquellos que ponen su fe y su confianza, tus siete sagrados dones.
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera sus comentarios en
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