Tiempo y Eternidad
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José Manuel Otaolaurruchi, L.C.
El octavo día de la creación
¿Quién no recuerda la historia de cómo Dios hizo el universo narrada por el Génesis?
Dios creó en seis días todo el cosmos, lo que conocemos y lo que aún nos queda por
descubrir, y el día séptimo descansó. Este descanso no concluyó su tarea, sino que se
trató de una pausa, pues aún faltaba el octavo día. Dios continuó con una obra más
maravillosa que las anteriores, nuestra redención (CIC 349). El octavo día, Dios realizó
la redención del género humano a través de la muerte y la resurrección de Cristo.
La redención, obrada por Cristo, realiza una nueva creación aún más maravillosa que la
del mundo material, ya que se trata de una nueva vida en Cristo a la cual todos estamos
llamados. Cristo resucitado nos muestra con su cuerpo glorioso, la vida que nos aguarda
en el cielo. En él vemos cumplidas nuestras más profundas aspiraciones de dicha y
felicidad.
La creación ha llevado un orden ascendente, todo comenzó por los cielos y la tierra,
donde reinaba un caos total, lleno de oscuridad y confusión; continuó con la aparición
de la luz, de las plantas y de los animales, hasta culminar con el hombre y la mujer, los
únicos seres creados a imagen y semejanza de Dios.
Dios es glorificado cuando el hombre rige al mundo con responsabilidad social,
personal y ecológica, ya que todo lo que existe adquiera sentido sólo a través del
hombre y por el hombre.
La gloria de Dios es opacada cuando el hombre se apropia de la creación, incluyéndose
a sí mismo, y se olvida que nos fue confiada para cuidarla responsablemente, no para
manipularla a nuestro antojo o mutilarla en nombre de ninguna ideología o interés
económico.
La creación, la redención y la santificación son tres caminos elegidos por Dios para
revelarnos el misterio insondable de su amor. Este domingo, solemnidad de la Santísima
Trinidad celebramos el infinito amor que Dios nos ha tenido. “Mirad qué amor nos ha
tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! Ahora somos hijos de
Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste,
seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es” (I Jn. 3,1).
Concluyamos con una oración: “Padre santo, que has querido crearme y adoptarme
como hijo para que te ame e invoque con la más filial confianza: te bendigo por el amor
que me has tenido al elegirme en Cristo, antes de la creación del mundo para ser santo
en tu presencia. Tú conoces mi miseria y sabes cuánto necesito de tu gracia para vivir en
gracia y caridad. Acrecienta en mí la fe y aumenta la fortaleza para evitar todo pecado e
imperfección y no me dejes caer en las asechanzas y tentaciones del demonio”. Amén.
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