LA SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y LA SANGRE DE CRISTO C
(Génesis 14:18-20; I Corintios 11:23-26; Lucas 9:11-17)
Se pregunta: “¿Cuándo tenemos que llegar a la misa dominical para cumplir la
obligación? ¿Es al mero principio de la misa; o, posiblemente, antes del evangelio;
o tal vez sea para la consagración?” Bueno; no deberíamos faltar ninguna parte de
la misa porque nuestro anfitrión es el Señor Jesús. Pero tampoco queremos
preocuparnos si llegamos tardecito. El Señor conoce el corazón de cada uno. Él
sabe si nuestra intención para ir a misa es profundizar nuestra relación con él o es
para aparecer piadosos a los demás. De todos modos el evangelio hoy nos muestra
la razón más apremiante de llegar a tiempo.
Jesús está hablando a la muchedumbre del reino de Dios. Parece como el
predicador en la misa comentando sobre las escrituras que cuentan del amor del
Padre a Su pueblo. Dice que Dios ha llegado a la tierra para nivelar la concha de
modo que los pobres tanto como los ricos puedan poner carnitas en la mesa
familiar. Si estuviera con nosotros el día hoy tal vez nos hablaría de la necesidad
de una ley nueva de la inmigración. Diría que se necesita reconocer el aporte de los
trabajadores cultivando las cosechas y cuidando a los bebitos de la sociedad
norteamericana.
Hay gran interés en la cuestión ahora. Los políticos ven la oportunidad de alinear
las generaciones futuras con sus partidos. Pues los hijos de los inmigrantes
formarán un bloque enorme de votantes en diez o veinte años. Los apóstoles
parecen tan pragmáticos cuando vienen a Jesús pensando en la necesidad de
suspender la predicación para que la gente vaya a comprar víveres.
Sin embargo, Jesús tiene otro modo de pensar. Sabe que la gente necesita aun
más el pan que viene de Dios que la comida que se compra en las tiendas. Este
pan los apóstoles tienen dentro de su alcance. Es igual como ya tienen los
legisladores la oportunidad de producir una ley que va más allá que satisfacer a sus
partidarios. Puede ser a la vez indulgente con los indocumentados e instructiva del
buen orden.
Se espera que la ley nueva ponga en relieve la unidad de la familia. Los hijos
requieren la presencia de los dos padres en casa y los esposos deberían estar
juntos. También es precisa la integridad del país. Si el gobierno quiere servir el
bien del pueblo, no debe permitir a extranjeros permear sus fronteras libremente.
Vemos algo parecido en el evangelio. Jesús dirige a los discípulos que sienten a la
muchedumbre no de cualquiera manera sino en grupos de cincuenta – más o
menos el tamaño de una familia extendida.
Entonces Jesús da gracias a Dios Padre por el pan a mano y lo entrega a los
discípulos para la repartición. La actuación anticipa la cena la noche antes de su
muerte cuando instituirá la Eucaristía. En realidad Jesús está atrayendo a todos a
sí mismo en una comunión de caridad. Su propósito no es sólo dar de comer a la
gente sino abrir sus mentes y ensanchar sus corazones para que cuiden a uno y
otro. Así es la esperanza de una nueva ley migratoria. Por ella queremos hacernos
un pueblo unido con todos los hombres y mujeres caminando con dignidad y con
todos los niños llevando múltiples oportunidades de desarrollar sus talentos.
La nueva ley beneficiará a muchos a través del mundo. Demostrará dos valores
transcendentes. Primero, América queda como tierra de oportunidad precisamente
porque la gente aquí acata las leyes. Segundo, la justicia verdadera requiere leyes
que tiene en cuenta las necesidades de los pobres. La recolección de doce canastos
de sobras en el evangelio enseña algo parecido. Es pan para el camino a ser
repartido con los enfermos y con gentes de otras partes que anhelan al reino de
Dios.
Se conoce la celebración de Corpus Christi por la procesión fuera del templo. En
tiempos pasados la gente seguía al sacerdote llevando el Santísimo por las calles y
los campos. En todas partes los valores trasmitidos eran iguales. Somos unidos
con Cristo en un camino a una tierra nueva. Y a la vez Cristo nos envía a los
demás para compartir su caridad. Sí, Cristo nos envía para compartir su caridad.
Padre Carmelo Mele, O.P.