Tiempo y Eternidad
______________________
José Manuel Otaolaurruchi, L.C.
La muerte desde la fe
En no pocos velatorios me ha tocado presenciar el dolor de quien se resiste a aceptar la
muerte inesperada de un hijo, de un hermano o de uno de los padres. Nunca estamos lo
suficientemente preparados para desprendernos de los seres que amamos. El dolor se
torna en rebeldía contra Dios y contra la vida, como si ellos fueran la causa de su
desgracia. Se multiplican los porqués y es difícil ofrecer unas palabras de consuelo si no
hay un poco de resignación y paz.
En el evangelio de este domingo vemos que Jesús se encontró con cortejo fúnebre a las
puertas de la ciudad de Naím (Lc. 7,11). La escena era conmovedora porque una madre
lleva a enterrar a su único hijo, probablemente joven. Las tristezas como las alegrías se
contagian y nos envuelven sin poderlo evitar. Pues bien, Jesús no se quedó indiferente
ante la pena de aquella madre y lejos de quedarse mirando, se acercó para consolarla
diciendo: “No llores, mujer”.
¿Por qué le dice que no llore? ¿Acaso le estaba prohibiendo llorar? Por supuesto que no.
Al contario, es necesario llorar para sacar las penas, pues sólo a través de las lágrimas es
como nos desahogamos. Los que no lloran a un ser querido y reprimen el dolor, tarde o
temprano brotará sin poderse contener.
Jesús no se refería a las lágrimas físicas, sino a huir de la desesperanza, de la tristeza
contenida, de la falta de aceptación, o del rechazo de una realidad que no se puede
cambiar. ¿Por qué no debemos llorar?
No debemos llorar porque la muerte es el inicio de la vida eterna en Dios. Es necesario
morir para vivir. De alguna manera nosotros nacemos en dos tiempos. El primer
nacimiento es el natural, después de los nueve meses de gestación. El segundo y
definitivo nacimiento se produce cuando morimos, cada uno tiene su propio tiempo,
pero el parto a la vida eterna es inevitable. Con Dios se acaban las lágrimas y las
preguntas. Morir es ver al Amor sin enigmas ni espejos. Es encontrar lo que tanto se
buscaba.
No debemos llorar porque la muerte nos purifica de todo lo corruptible. Qué sabia es la
naturaleza que de un modo imperceptible nos va preparando para el encuentro con Dios
desprendiéndonos de todas las criaturas. Con los años se va perdiendo la fuerza y la
vitalidad, la belleza y la lucidez, se prescinde de muchas cosas materiales y aunque nos
cueste aceptar, de los afectos personales y familiares. Poco a poco nos vamos quedando
ligeros de equipaje.
¿Qué hacer entonces? Hacer mías las palabras de Jesús y dejarnos consolar por él,
porque él es el camino, la resurrección y la vida eterna.
twitter.com/jmotaolaurruchi