Comentario al evangelio del Jueves 20 de Junio del 2013
Al asunto de la oración se le ha dado muchas vueltas en la Iglesia. En el pasado y hoy ha habido
siempre maestros de oración que han explicado en cursos y muchos libros el arte y la técnica para orar.
Para muchos cristianos orar se convierte a veces en una empresa difícil y complicada. Que si me
distraigo. Que si no sé meditar. Que si el tiempo se me hace larguísimo. Que cuánto tiempo tengo que
dedicar a la oración. Algunos asimilan la oración a una especie de gasolinera. Al orar se supone que se
cargan de energía para luego poder aguantar los vaivenes de la vida.
Jesús soluciona el problema de otra manera. Y hace de la oración una cuestión mucho más sencilla.
No se trata de usar muchas palabras (casi por extensión podríamos decir que tampoco de estar muchas
horas). Que no por hablar mucho nos van a hacer más caso. Dios ya sabe de nosotros más que nosotros
mismos. Y tampoco se trata de pensar que todo nos lo va a hacer Dios y que la oración es una especie
de cupón de compra de favores (más tiempo más cupones o puntos a nuestra disposición). Hay que
recordar siempre que el gran don que Dios nos ha hecho ha sido la libertad y la capacidad de hacernos
responsables de nuestras decisiones.
Todo esto se concreta en una oración muy sencilla: el padrenuestro. Apenas en unas pocas palabras
y menos segundos y yá está dicho todo lo que hay que decir: reconocer a Dios como padre, pedirle que
venga su reino, prometerle que vamos a perdonar y pedirle que nos libre del mal. Y no es necesario
decir más.
Lo que es necesario es ponerlo en práctica. Hay que recordar que nuestra vida cristiana no se juega
en las horas silenciosas de oración o de capilla sino en la calle, en el trabajo, en la relación, en la lucha
por la justicia, en la construcción de la fraternidad, en la cercanía con los marginados. La gracia y el
amor de Dios ya están con nosotros. Ya tenemos la cartilla rellena de puntos. Ya tenemos el perdón
concedido. Basta con un momento para tomar conciencia de ello y luego... a la calle, a vivirlo. Porque
la mejor alabanza que puede recibir Dios es el amor mutuo entre sus hijos. O, como decía san Ireneo ya
en el siglo segundo, “la gloria de Dios consiste en que el hombre viva”.
Fernando Torres Pérez cmf