XI DOMINGO T.ORDINARIO C
Vías de acceso impensables
La escena acontece en una de esas aldeas en que todos se conocen. Simón, el
anfitrión, es un fariseo, un judío de estricta observancia. A pesar de los reproches
que éstos recibían de Jesús, parece que Simón sentía una cierta simpatía por el
Maestro, de lo contrario no le habría invitado a un banquete en su casa. La
denominación de “banquete” seguramente es algo pretenciosa.
En los banquetes de la época, los invitados, hombres únicamente, se tendían en
divanes, vueltos hacia la mesa, con los pies hacia afuera. Se apoyaban sobre el
brazo izquierdo y comían con el derecho, sin cubiertos.
Todo se desarrollaba aquel día con normalidad hasta que la irrupción de una mujer
en escena va a generar una atmósfera de tensión contenida. Habría que ver las
miradas de los invitados y, sobre todo, el gesto contrariado del anfitrión. Pero
dejemos que nos hable el texto.
He aquí que entra una mujer a la que todos en la aldea consideran una pecadora
pública. Sin pedir permiso a nadie empieza a besar los pies desnudos de Jesús
mientras los unge con perfume, lo que es de agradecer en Oriente, donde el calor
suele ser sofocante. Impresionan, sobre todo, sus lágrimas, que riegan los pies de
Jesús, que ella intenta secar con su cabellera suelta. La acción que realiza resultaría
cuando menos chocante, si no provocativa y escandalosa incluso en nuestra época,
en que todo está permitido. Imaginemos el desconcierto de los asistentes ante lo
que seguramente interpretan como gestos eróticos.
Jesús sabe qué es lo que está pasando por la imaginación de Simón y de los
demás. “Si éste fuera un profeta sabría quién es la “prójima” que tiene a sus pies ”.
Se equivocan. Es una mujer a quien la acogida y el perdón de Jesús la habían
rehabilitado. La que hasta entonces había pasado por tantos hombres como un
oscuro objeto de deseo y placer, dejando su corazón vacío, se ha sentido tan
amada y valorada en su dignidad que ello la ha empujado a romper barreras y a
devolver, en forma de perfume y de lágrimas, el amor recibido: “ Simón, se la ha
perdonado mucho porque ha amado mucho, pero al que poco se le perdona, poco
ama ”.
Así contesta Jesús a las preguntas que se hacían los invitados sobre la identidad de
Jesús y de la mujer: No la juzga, sino que manifiesta su profunda simpatía y
compasión con quien tiene necesidad de perdón; manifestando que Dios no
abandona a nadie; que incluso al que no le conoce, le abre vías de acceso
impensables, sólo por él conocidas. En Jesús, Dios habla a cada hombre de manera
diversa, respetando las etapas de maduración o la cultura propia. Dios mira con
atención amorosa a todo el que le busca, sea de manera subterránea y misteriosa,
sea de manera directa y apasionada, con cantos o con lágrimas.
Secundar este diálogo, muchas veces subterráneo de tantos hombres y mujeres de
nuestro tiempo, es tarea del que ha tenido la gracia de creer, de quien acepta
hacerse testigo de la fe. A lo mejor ese arte permite recuperar trozos de fe perdida,
despertar nostalgias dormidas, hacer ver que ninguna experiencia de vida es
insignificante o despreciable para el Dios de Jesucristo, que es el Dios de la libertad
y de la verdad. ¿No será ésta la mejor manera de acoger a quienes, como la mujer
pecadora, se acercan a nuestra sala del banquete buscando acogida y hospitalidad?
Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor; pero al que
poco se le perdona, poco ama” . ¡Que admirable! ¿Cómo podían los invitados en
casa de Simón entender el gesto de aquella pobre mujer, si sus pecados eran
disimulados a base de rezos y prácticas de aparente piedad; si nunca habían
gustado la experiencia del perdón que libera?
Recuerdo, a propósito de este texto, lo que me decía un matrimonio, cuyo amor yo
admiraba. “Nos queremos tanto, porque nos perdonamos muchos. Ya sabes, al que
poco se le perdona, poco ama”.
+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos