"Tú eres el Mesías de Dios"
Lc 9, 18-24:
Autor: Pedro Sergio Antonio Donoso Brant
Lectio Divina
TÚ ERES «EL MESÍAS DE DIOS».
Al fin de su primer año de ministerio, Jesús reúne en torno a sí a los
discípulos y después de haberse entretenido con ellos en oración —pues
que nadie puede comprender a Cristo Si el Padre no le ilumina—, descorre
el velo de su misterio. Ante todo les pregunta:
Quién dice la gente que soy yo?” (Lc 9, 18-20). Si las multitudes le tienen
por profeta los discípulos admitidos a su intimidad, testigos de sus
milagros y destinatarios privilegiados de sus enseñanzas, tienen que haber
captado algo más. Y Pedro responde en nombre de todo Tú eres «el
Mesías de Dios». La respuesta es exacta, es eco de la profecía de Isaías
sobre «el Ungido del Señor», enviado «a anunciar la buena nueva a los
pobres (61, 1). Pero no es eso todo. Y Jesús la completa hablando por vez
primera de su pasión: »EI Hijo del hombre tiene que padecer mucho,
ser... ejecutado’ (Lc 9, 22). Así se presenta como el Siervo de Yahvé,
«despreciable y deshecho de hombres, varón de dolores y sabedor de
dolencias» (Is 53, 3). Para los discípulos que lo mismo que sus
compatriotas pensaban sólo en un Mesías-rey, esta revelación hubo de ser
muy dura y turbadora. Pero Jesús no da pie atrás, antes prosigue
avisándoles que también ellos habrán de pasar por el camino del
sufrimiento: «El que quiera seguirme que se niegue a sí mismo, cargue
con su cruz cada día y se venga conmigo» (Lc 9, 23). El irá delante para
dar ejemplo, y llevará el primero la cruz; el que quiera ser su discípulo,
deberá imitarle, y no una vez sola, sino «cada día», negándose a sí mismo
—voluntad, inclinaciones, gustos— para conformarse con el Maestro
sufriente y crucificado. «Los que os habéis incorporado a Cristo por el
bautismo, os habéis revestido de Cristo» —dice San Pablo— (GI 3, 27);
revestidos de su pasión y de su muerte. Como bautizado en la muerte de
Cristo, el cristiano debe vivir a imagen del que antes de ser glorificado fue
el «varón de dolores». Y como la pasión del Señor desembocó en la
alegría de la resurrección, así, el cristiano que lleve la cruz hasta perder la
vida por Cristo, la salvará encontrándola en él en la gloria eterna. (P.
Gabriel de Santa Magdalena ocd, Libro Intimidad Divina)
ORACION
Oh Cristo, Hijo de Dios, meditando tu pasión y muerte, resuena en mi
alma tu palabra divina: «Yo no te amé fingidamente». Esta frase me hiere
con dolor mortal, porque me abre los ojos del alma y comprueba la verdad
de esa afirmación.
Veo las obras de tu amor, veo cuánto has hecho, Hijo de Dios, para
manifestarme tu amor. Descubro cuánto has soportado durante la vida y
en la muerte, siempre por el desmedido amor que me tienes. Veo en ti
todas las señales de un amor cierto, y no puedo en modo alguno dudar de
la verdad de esas palabras: no fingidamente, sino con amor perfectísimo y
entrañable me has amado.
Considero luego cómo en mí acaece lo contrario, que te amo
insinceramente y con mentira. Es tan grande el dolor de mi alma, que
exclama: »Maestro, lo que dices que no hay en ti, lo hay por desgracia en
mí. Porque nunca te amé sino con engaño y mentira. Nunca quise
acercarme a ti para compartir los dolores que llevaste por mí. Nunca te
serví sino fingidamente y no con sinceridad».
Veo cómo tú me has amado de veras, descubro en ti todas las señales y
las obras del más verdadero amor, cómo te has dado todo en servicio mío
y te has acercado a mí hasta hacerte hombre y Sentir en ti mis dolores. Y
tú dices: »Todos los que me amaren e imitaren mi pobreza, mi dolor y mi
humildad, esos serán mis hijos legítimos. Los que tuvieren su espíritu fijo
en mi pasión y muerte, donde está la verdadera salud y no en otra parte,
esos serán mis hijos legítimos». (Cf. B. ANGELA DE FOLIGNO, El libro de
la B. Angela, II).