Domingo 12 del T.O. (C).
Lecturas: Za 12,10-11;13,1; S.62; Ga 3,26-29; Lc
9,18-24
Homilía del P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Sobre la cruz de Cristo
y la intimidad con Él
En el evangelio de San Lucas el texto de hoy viene
inmediato a la multiplicación de los panes. A partir de este
momento y hasta el relato de la pasión casi todo Lucas
está dedicado a enseñar cómo deberá ser la conducta de
los seguidores del Señor. Sólo narra cuatro milagros.
Parece que nos encontramos como a un año de la
Pasión. Por San Mateo sabemos que Jesús ha ido hacia el
norte a una región más paganizada de menos población
judía, donde Jesús puede dedicar más tiempo a la oración
a solas con su Padre y a la formación más amplia y
profunda de sus discípulos.
Uno de esos días Jesús les pregunta sobre lo que
piensan de su persona. Lo hace después de un tiempo, sin
duda amplio, de oración. Una particularidad de Lucas es
precisamente que destaca con especial frecuencia los
momentos de oración de Jesús y sus enseñanzas sobre
ella. La oración ha de ser, como lo fue en Jesús, una
actividad normal del discípulo. Para quien no sea así, caiga
en la cuenta de que carece de algo muy importante para
que su vida cristiana goce de buena salud.
Sin duda que Jesús pediría al Padre que iluminase a
sus discípulos en la respuesta a la pregunta que les iba a
proponer. Llevaban escuchándole hace tiempo y le habían
visto actuar: hablar, curar enfermos, incluso hacer
milagros y hasta resucitar muertos. ¿Qué piensan de Él?
Muchos israelitas de aquel tiempo esperaban entonces la
llegada del Mesías anunciado en las profecías. Será Pedro
el que adelantándose dará la respuesta acertada y plena.
Para Jesús fue un momento de inmensa alegría. Lo
sabemos por San Mateo. Dentro de un mes, en la
solemnidad de San Pedro, lo recordaremos.
La persona y obra de Jesús ha transformado el
mundo y sigue influyendo poderosísimamente. Es claro que
el mundo no sería lo que hoy es si Cristo no hubiera
pasado por él hace veinte siglos. Sigue provocando la ira
de muchos y suscitando el amor de millones. ¿Quién era?
Cada uno hemos de sentirnos interpelados por la
pregunta. ¿Quién es para mí Jesucristo? Hace unos años,
al comenzar un curso de religión a los alumnos de primer
año en una universidad católica no de Lima, hice una
encuesta sobre sus conocimientos y nivel de fe. Hubo
hasta quien respondió que Jesús había nacido en
Jerusalén. Creo que alguno decía que había muerto en
Roma. ¿Serán muchos entre ustedes los que han leído una
vida completa de Jesús o los cuatro evangelios o al menos
uno de ellos entero? Por favor, si no lo han hecho, al
menos empiecen hoy. Pero para conocer a alguien hace
falta saber más que unos rasgos externos. Hay que entrar
en su alma, cómo piensa, cómo siente, qué le gusta, a
quién y cómo ama, qué desea, a qué aspira, cómo
perdona. Quien sabe lo maravilloso y fantástico que es
Jesús para él y para los hombres, siente como una
sacudida del alma, siente que no puede sentirse
indiferente. Esto sólo se alcanza si se ora, si se conversa
íntimamente con él. Por eso los evangelios deben ser los
libros más leídos, más gustados, más orados, más puestos
en práctica, hasta poder llegar a decir como San Pablo:
“Para mí la vida es Cristo” (Fil 1,21).
Jesús bendijo a Pedro por su respuesta, pero
prohibió a los doce que lo dijeran a nadie. ¿Por qué?
Porque la gente lo iba a entender mal. Porque la gente
esperaba un mesías, un “ungido” de Dios triunfante, rico,
que restaurara el poder político de Israel, que les trajera
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un mundo lleno de riqueza y prosperidad. No querían
entender de otro mesías. “Fue un profeta poderoso…Pero
le condenaron a muerte y le crucificaron. Nosotros
esperábamos –confesarían otros dos discípulos el mismo
domingo de resurrección– que Él iba a restaurar el reino de
Israel, pero ya es el tercer día tras su muerte”
(Lc 24,19-21).
Estaba predicho y revelado en Is. 53, pero nadie lo
entendería. Los mismos doce no lo entenderían, ni el
mismo Pedro. Pero con ellos tenía Jesús una providencia
especial, porque sobre ellos edificaría el Nuevo Pueblo de
Dios. A ellos sí se lo manifestó y por tres veces (ésta es la
primera); pero no le iban a entender: “El Hijo del Hombre
tiene que padecer mucho…ser ejecutado y resucitar al
tercer día… Y el que quiera seguirme, que se niegue a sí
mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo.
Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que
pierda su vida por mi causa, la salvará”.
De estas palabras escribe San Francisco Javier que,
por claras que sean, cuando llega el momento de la verdad
se vuelven oscurísimas. Así fue para los mismos doce; y no
es de extrañar que lo sea para nosotros. No se llega a
conocer ni a gustar de Jesucristo de verdad si no se acepta
su cruz: “el que quiera salvar su vida la perderá; pero el
que pierda su vida por mi causa, la salvará”. Cristiano que
huye sistemáticamente de la cruz, cristiano que no entrará
en su corazón. Cada domingo la misa –tengan presente
que “la misa es el culmen y la primera fuente de la vida
cristiana”– nos recuerda y contacta con el misterio de la
cruz. Especialmente cada domingo debemos renovar esta
fe, pedir a Cristo la gracia de conocerle de verdad y de
cargar la cruz que nos ha tocado y de llevarla con
paciencia y aun alegría, sabiendo que es camino para
nuestra salvación y también de otros. Todos los días y
sobre todo cada domingo pidamos y hagamos el esfuerzo
de aceptar dolores, sacrificios, humillaciones, cualquier
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cruz, sea justa o no, que estemos padeciendo, sobre todo
aquella que nos es necesaria para el cumplimiento de
nuestras obligaciones y para el bien de nuestros
hermanos. Pero no nos limitemos a aceptar las cruces
necesarias, ofrezcamos también sacrificios y penitencias
voluntarias. Recordemos que el culto al Corazón de Cristo
nos lo recuerda siempre con la cruz y nos pide sacrificios
de reparación por su amor.
Que María, hecha Madre nuestra y Corredentora al
pie de la Cruz, nos alcance esta gracia tan fundamental y
necesaria.
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