Ciclo C: XIII Domingo del Tiempo Ordinario
Rosalino Dizon Reyes.
Sobre todo buscad el reino de Dios y su justicia (Mt 6, 33)
La suerte está echada, o mejor dicho, se está cumpliendo el tiempo designado por
la Providencia: Jesús toma la firme decisión de ir a Jerusalén para hacer frente a
su destino. Emprendiendo el camino, da un paso irrevocable.
Sin dar semejante paso, no podemos ser realmente seguidores de Jesús. Seguirle
significa quemar nuestras naves, cruzar el punto de no retorno. Como su Maestro,
un discípulo no retrocede de lo emprendido. Ni en su interior puede dejar lo que ha
empezado: «El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el reino
de Dios».
El reino que Jesús inaugura y hace presente es tan eminente que exige dedicación
completa. Todo se ha de sacrificar por ese tesoro o esa perla de sumo valor.
Prohíbe, pues, Jesús toda preocupación y todo apego que nos distraigan, siquiera
en lo más mínimo, de la búsqueda del reino. Regaña a los suyos para que no se
dejen detener—es inminente también el reino—por ninguna animosidad racista y
vengativa, la que va en contra también de su enseñanza de amar a los enemigos y
de hacerles el bien.
No, no hay tiempo que perder. Tal inminencia pide asimismo que nos acomodemos
al horario providencial del reino. Se ha de aceptar la invitación sin más y sin
reserva. Poner condición cualquiera es perder el tiempo y sería lo mismo que
rehusar la invitación, como que uno no se diera cuenta de lo que a él se hizo que
servía de llamamiento.
Y que sepan también quienes desean acompañar a Jesús que él no promete ni
comodidad ni seguridad. Andar con Jesús nada tiene que ver con asentarse en una
casa cómoda de «retiro honesto» al lado de seres queridos—lo que ocupaba al
joven presbítero Vicente de Paúl (I, 88-89). Más bien, caminar con Jesús quiere
decir ser misionero celoso e incansable que va de un lugar a otro, predicando el
reino y sanando. Esto, claro, lo captaría y viviría luego san Vicente, liberado ya
de—entre otras preocupaciones, apegos y sentimientos que distraen y ofuscan—de
la «pasión importuna» de mejorar la suerte de sus parientes (XI, 57, 317, 517-518;
Abelly III, cap. 12).
Demás está decir que no somos pocos los cristianos que seguimos mirando atrás.
Hasta dejamos a Jesús porque encontramos inaceptables sus enseñanzas y muy
duro el librarnos de ambiciones y de intereses propios, obstáculos todos para la
consecución de la libertad cristiana, del amor liberador y constructor.
Ciertamente, no hemos negado explícitamente a Jesús, pero, ¿no hacemos como
aquellos discípulos que volvieron a sus redes y barcas? ¿No nos fascina aún la vida
de antes? ¿No nos alejamos del destino cristiano al igual que los discípulos
desilusionados de camino a Emaús?
Así pues, que Jesús haga arder nuestros corazones. Pero primero, tenemos que
acogerle al desconocido en el camino y en nuestra mesa. El acogido nos abrirá los
ojos a los que compartimos nuestro pan: le reconoceremos; comprenderemos que
no hay resurrección sin la muerte y que son realmente dichosas las personas con
quienes se identifica él, a saber, los pobres, los hambrientos, los sedientos, los
mansos, los trabajadores por la paz, los compasivos, los perseguidos, todos ellos de
camino al destino.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)