Comentario al evangelio del Domingo 30 de Junio del 2013
La libertad para el seguimiento
La despedida de Eliseo de los suyos, antes
de responder a la sorpresiva llamada de Elías, expresa los deberes hacia la propia familia, que en la
antigüedad tenían carácter sagrado. Pero en el evangelio Jesús da la impresión de contravenir esos
deberes sagrados, cuando apremia a un seguimiento que parece implicar la ruptura de los lazos
familiares. ¿Es así realmente? Sí y no.
La clave para entender las radicales exigencias que plantea Jesús, está en las primeras palabras del
evangelio de hoy: “Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión
de ir a Jerusalén”. La decisión de ir a Jerusalén está directamente relacionada con el mesianismo de
Cruz que Jesús acababa de revelar a sus discípulos, y del que nos habló el evangelio la semana pasada.
Si Cristo es un Mesías que no ha venido a “triunfar” sobre sus enemigos destruyéndolos o
sometiéndolos, y si el destino de la cruz (y el triunfo posterior de la Resurrección, que no es un triunfo
contra nadie, sino abierto y a favor de todos) ha de ser compartido por sus discípulos, significa que
quien se apresta a seguir al Maestro tiene que hacer las cuentas consigo mismo, y con sus propias
motivaciones. Todos los momentos del evangelio de hoy son, precisamente, una invitación a purificar
las motivaciones de nuestra vida cristiana.
Así, en primer lugar, en sintonía con esa victoria de Jesús, que no tiene carácter bélico ni ideológico
“contra” aquellos que lo rechazan de un modo u otro (como esa aladea samaritana que se niega a
acogerlo), los discípulos de Jesús tienen que abstenerse de toda forma de violencia como método de
extensión del evangelio. Jesús regaña a Juan y Santiago, que evidentemente todavía están pensando
según esa vieja mentalidad que considera que para servir a Dios, hay que combatir y exterminar a los
que, según nuestro criterio, se oponen a Él. Aunque nos parezca una lección tan clara, no está de más
recordarla. Porque responder a la violencia con la violencia, o usar la fuerza para imponer el evangelio,
pese a la contradicción flagrante que implica, es una tentación que se ha dado en la historia muchas
veces y de la que nunca estamos liberados del todo. Pero Jesús nos ha enseñado que debemos anunciar
la Buena Nueva a todos con el saludo de paz, de modo que si la propuesta no es acogida, sin dejar de
anunciar sin miedo, debemos retirarnos con respeto (cf. Lc 10, 1-11).
En segundo lugar, es condición de los que quieren seguir a Jesús, el que renuncien a la pretensión de
cualesquiera ventajas materiales. Es verdad que en la comunidad cristiana es esencial la ayuda mutua,
como expresión del verdadero amor fraterno, que toca también los aspectos materiales de la vida. Pero
seguir a Cristo y ser cristiano no significa buscarse un refugio para huir de las intemperies del mundo.
Jesús nos recuerda hoy que él es, precisamente, el que vive a la intemperie, sin un lugar en el que
reclinar la cabeza, una más que probable alusión a la cruz. Y el que le sigue tiene que estar dispuesto a
todo, incluso a perder ventajas materiales y seguridades si así lo requieren las circunstancias. No será
siempre así, pero el seguimiento de Cristo y la confesión de fe comportan riesgos que es preciso
recordar y a los que siempre hay que estar dispuestos. El ejemplo de Pablo es, a este respecto,
elocuente: al convertirse en discípulo y apóstol de Cristo, no sólo perdió sus antiguas seguridades y su
poder (cf. Flp 3, 7-8), sino que tuvo que afrontar, por el testimonio de fe y el anuncio del evangelio,
todo tipo de contratiempos y peligros (cf. 2 Cor 11, 23-28).
Por fin, están las aparentes incompatibilidades entre el seguimiento y los deberes familiares. En
realidad Jesús no se opone a los deberes familiares, contenidos especialmente en el cuarto
mandamiento. No olvidemos que, como el mismo Cristo dice, él no ha venido a suprimir la ley, sino a
darle cumplimiento, esto es, llevarla a su perfección (cf. Mt 5, 17). Pero, por otro lado, esas
obligaciones no deben ser un obstáculo ni convertirse en una excusa para no responder a la llamada al
seguimiento, o para dejar esa respuesta para más adelante. El que dice “Déjame primero ir a enterrar a
mi padre” no da a entender que su padre estuviera de cuerpo presente, y que Jesús no le permitiera
cumplir con el deber sagrado de darle sepultura, sino que aquel quería posponer la respuesta mientras
su padre estuviera vivo, y sólo después comenzar el camino del seguimiento. De modo similar, la
advertencia dirigida al que quería “despedirse primero de su familia”, está indicando que la respuesta a
la llamada es urgente y no admite esperas, como las implicadas en los largos ritos de despedida
orientales. Jesús pasa y la llamada es apremiante, porque el Reino de Dios ya se ha hecho presente y
requiere decisiones radicales. En este sentido, podemos entender que, en ocasiones, la propia familia,
como también los lazos culturales, las propias tradiciones y todo lo que representa “la carne y la
sangre” (cf. Mt 16, 17) pueden usarse como excusas para no acoger la llamada de Jesús, convertirse en
obstáculos para una respuesta pronta y radical. Pero esos lazos (familia, cultura, tradición, etc.)
también están necesitados de salvación, de buena nueva, de la renovación del perdón y la gracia que
Cristo trae consigo. La vida cristiana no puede ser un mundo paralelo a esas otras realidades, como la
familia, el trabajo, etc., que se pueden poner en el otro lado de la balanza a la hora de tomar la decisión
de vivir el Evangelio, no pueden convertirse en una especie de márgenes de nuestra relación con
Cristo.
Jesús no nos llama, pues, a romper con la familia, sino a vivir nuestras relaciones familiares (y con
todo lo que compone nuestro ámbito de pertenencia natural) también en la perspectiva del seguimiento
y de la novedad del evangelio. De modo que si, en cualquier sentido, se da un conflicto entre las
exigencias de nuestra vida cristiana y aquellas relaciones, tenemos que hacer una elección clara y
decidida a favor de Cristo. Esta decisión, aunque pueda resultar conflictiva, no deja de ser a la larga
beneficiosa, no sólo para quien la realiza, sino también para esas relaciones, que, como hemos dicho,
también necesitan ser redimidas.
Así pues, Jesús nos está llamando a la suprema libertad en la que él mismo vive. Y es de esta libertad
de la que nos habla Pablo hoy con tanta fuerza. Hemos sido liberados en Cristo. Se trata de la libertad
verdadera, que tan poco se parece a la que se proclama tanto, a la que tal vez aspiramos: la libertad
para el capricho, para hacer “lo que me dé la gana”, sin dar cuentas a nadie. Las “ganas” equivalen
aquí a lo que Pablo llama “la carne”: nuestras inclinaciones naturales, nuestros instintos, nuestras
pasiones, tantas veces marcadas por el egoísmo. Cuando nos dejamos llevar por ellas, se producen
conflictos entre intereses contrapuestos, guerras más o menos cruentas, en las que nos devoramos unos
a otros. Si entendemos así la libertad, en realidad nos hacemos esclavos de nuestras pasiones, y
entonces es imprescindible poner un coto a esa libertad irresponsable por medio de la ley, de
prescripciones y restricciones que limiten el egoísmo. Al decir que “mi libertad termina en donde
empieza la de los demás”, sin negar la parte de verdad que hay en ello, estamos entendiendo a los otros
como puros límites de la propia libertad, que tendería a expandirse ahogando la de los demás (y
viceversa). A lo más que se puede llegar por aquí es al respeto mutuo bajo la amenaza de castigos a los
transgresores. Pero Jesús nos ha liberado para una forma superior de libertad: la libertad del amor. Si
nos anima el Espíritu de Cristo, nos hacemos libres, porque somos dueños de nosotros mismos, de
nuestras inclinaciones y deseos, y podemos orientarlos no simplemente al servicio de nosotros mismos,
sino al servicio de nuestros hermanos, hasta el punto de hacernos, como dice San Pablo, esclavos unos
de otros. No es fácil imaginar lo fuerte que tenía que sonar esta expresión en una sociedad en la que la
esclavitud estaba vigente. Pero, ¿no ha sido el mismo Jesús, Hijo de Dios, Señor y Maestro el que ha
venido a servir y no a ser servido (cf. Mt 20, 28), el que se ha hecho esclavo nuestro, y nos ha lavado
los pies (cf. Jn 13, 12-15)?
Con esta libertad para el amor y para el servicio, es evidente que las relaciones familiares (tantas veces
lastradas por nuestras debilidades y egoísmos) no se resienten ni desaparecen, sino que, al contrario,
quedan sanadas, fortalecidas y renovadas; dejan de ser la expresión de un egoísmo étnico (cultural,
nacional, etc.), para convertirse en el punto de partida de un amor que se abre sin límites a toda la
familia humana, pues en Cristo todos nos hemos convertido en hermanos y hermanas, hijos de un
mismo Padre.
De ahí la urgencia de una respuesta pronta y generosa, sin dilaciones ni excusas, a la llamada del
Señor, que pasa a nuestro lado sin detenerse camino de Jerusalén.
José María Vegas, cmf