Encuentros con la Palabra
Domingo Ordinario XV – Ciclo C (Lucas 10, 25-37)
Maestro, ¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?”
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
Hace varios años, en una asamblea familiar en el barrio El Consuelo, leímos la parábola
del buen samaritano que nos presenta la liturgia este domingo. Después de escuchar el
texto bíblico, le pregunté a los presentes qué habían entendido. Una señora bastante
mayor tomó la palabra y recapituló el contenido de la parábola diciendo: «Resulta que un
hombre iba por un camino y fue asaltado por unos ladrones que lo dejaron medio muerto.
Poco tiempo después pasó por allí un sacerdote y al ver al herido, dio un rodeo y siguió su
camino. Luego pasó un jesuita e hizo lo mismo. Luego pasó un samaritano y se
compadeció del herido, lo curó y lo ayudó». Todos los presentes quedamos
impresionados con el excelente resumen que nos había hecho la señora. Lo único que
hubo que corregir fue que el segundo personaje que dio un rodeo para esquivar al herido
no había sido un jesuita sino un levita . Pequeña diferencia, pero significativa, teniendo en
cuenta que yo estaba allí presente.
Cuando leemos esta parábola, tenemos la tentación de pensar en los malos que dieron un
rodeo para no ayudar a este hombre. Su comportamiento nos parece el colmo. Nos
escandalizamos interiormente de esa falta de sensibilidad y solidaridad. Lo que hizo el
Espíritu Santo, a través de esta señora, fue proponerme la pregunta por mi prójimo de una
manera cruda y directa. La pregunta me quedó clavada entre el corazón y las tripas. Eso
mismo sintieron todos los presentes esa noche. Dios nos estaba invitando a revivir la
escena, no desde la barrera, sino haciéndonos un personaje más, implicándonos
vitalmente en la parábola. Tuvimos que reconocer que más de una vez habíamos seguido
de largo ante los heridos que Dios había puesto en nuestro camino. Un pequeño lapsus
que no dejó de cuestionarnos hondamente.
Junto a esto, hay otro elemento que me parece que suele perderse de vista con cierta
facilidad al leer esta parábola. Normalmente pensamos que fue el buen samaritano el que
salvó al herido. Sin embargo, aunque esto es parte de la verdad, no es sino la mitad de
ella. La verdad completa es que el herido también salvó al samaritano, pues fue él quien
hizo posible que este hombre, considerado despreciable por los judíos, hubiera permitido
brotar de su interior lo mejor de sí mismo, haciéndose prójimo de su hermano maltratado y
despojado por los bandidos. Podríamos decir que el sacerdote y el levita no se dejaron
salvar por el herido. Despreciaron esta maravillosa oportunidad que Dios les daba para
hacerse mejores seres humanos, a la medida de Dios.
No olvidemos que toda esta historia la contó Jesús para explicarle a un mañoso maestro de
la ley, que venía a ponerlo a prueba para ver si sabía qué se debía hacer para alcanzar la
vida eterna. El hombre sabía muy bien lo que debía hacer: “Ama al Se￱or tu Dios con todo tu
corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y ama a tu prójimo
como a ti mismo”. Pero para enredar al Se￱or, le pregunt￳: “¿Y quién es mi pr￳jimo?”
Entonces vino la historia. Pidamos para que nosotros no nos vayamos a enredar con
elucubraciones sobre quién es nuestro prójimo y reconozcamos que muchas veces hemos
hecho rodeos para no encontrarnos con los prójimos malheridos que no sólo habríamos
podido salvar, sino que se habrían podido convertir en nuestra mayor fuente de salvación.
* Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá
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