XVI Domingo del Tiempo Ordinario, C
Cristo es la esperanza de la gloria
Hace 33 años que fui ordenado sacerdote al servicio de la Iglesia y lo celebro el día
20 de Julio de manera sencilla en Bolivia con las personas con quienes comparto la
vida, la alegría y la esperanza, en medio de los sufrimientos, especialmente con los
niños en situación de calle a los que cuidamos en Oikía, nuestra casa de acogida,
con todas las personas extraordinarias que los cuidan y atienden en un espíritu de
entrega generosa, y con los sacerdotes, amigos míos, en la hermosa tarea de
anunciar el evangelio.
Con gran alegría y con no menor atrevimiento permítanme los lectores compartir
con todos la fuerza que para mí tiene el texto de la Carta a los Colosenses (Col
1,24-29) que hoy se proclama en la Iglesia, pues es lo mejor que yo personalmente
puedo comunicar como expresión de mi identidad sacerdotal el día después de mi
aniversario de ordenación y hago mías todas y cada una de las palabras del texto
paulino, que a continuación reproduzco según la traducción de la Sagrada Biblia de
la Conferencia Episcopal Española, con la pequeña variante de un cambio de orden
(marcado entre corchetes) en las palabras del versículo inicial: “Ahora me alegro de
mis sufrimientos por vosotros: así completo [*] lo que falta a los padecimientos de
Cristo [en mi carne], en favor de su cuerpo que es la Iglesia, de la cual Dios me ha
nombrado servidor, conforme al encargo que me ha sido encomendado en orden a
vosotros: llevar a plenitud la palabra de Dios, el misterio escondido desde siglos y
generaciones y revelado ahora a sus santos, a quienes Dios ha querido dar a
conocer cuál es la riqueza de la gloria de este misterio entre los gentiles, que es
Cristo en vosotros, la esperanza de la gloria. Nosotros anunciamos a ese Cristo;
amonestamos a todos, enseñamos a todos, con todos los recursos de la sabiduría,
para presentarlos a todos perfectos en Cristo. Por este motivo lucho
denodadamente con su fuerza, que actúa poderosamente en mí”.
La estructura quiástica del texto permite concentrar la atención en el misterio de
Cristo, esperanza de la gloria. Ese misterio es que Cristo es el salvador para la
especie humana ya desde antes de su creación. La palabra misterio expresa que se
trata de algo grandioso y no siempre perceptible, pero profundamente real.
Jesucristo, muerto y resucitado, imagen de Dios invisible, en quien reside toda
plenitud, es el misterio revelado a todo ser humano para encontrar la esperanza de
la gloria, en medio de las vicisitudes del mundo presente.
El cambio de orden antes indicado permite resaltar lo que el orden escrupuloso del
texto original griego revela. El versículo de Col 1,24: “Ahora me alegro de mis
sufrimientos por vosotros: así completo [*] lo que falta a los padecimientos de
Cristo [en mi carne], en favor de su cuerpo que es la Iglesia” no indica que a la
pasión de Cristo le falte algo que debiera completar el apóstol (pues Cristo es la
plenitud, v.19), sino que a quien le falta es al apóstol completar su itinerario, su
servicio, su actividad evangelizadora, marcada por las tribulaciones y sufrimientos
que lleva consigo la misión y que él denomina “las tribulaciones de Cristo en mi
carne”; es decir, las tribulaciones del evangelizador que reproducen las de Cristo en
su manera de vivir y de sufrir por y para el anuncio del Evangelio y para la Iglesia.
Por ello la vida sacerdotal y misionera está marcada por la Pasión de Cristo y por la
gran alegría de servir a los demás la palabra de Dios y el Evangelio de Cristo,
actividad que en sí misma, independientemente de su eficacia y de sus resultados,
es con mucho lo mejor y la causa de la alegría del ministerio sacerdotal, mediante
el cual sigo anunciando que Cristo es nuestra esperanza.
El protagonismo de la Palabra de Dios y de Cristo en nuestra vida sacerdotal o
cristiana queda de manifiesto en las escenas de acogida y de hospitalidad que hoy
tenemos en la primera lectura (Gn 18,1-10) y en el Evangelio de Marta y María que
hospedan a Jesús en su casa (Lc 10,38-42). En ambos textos podemos descubrir
que escuchar la palabra del otro es dar la mejor de las acogidas y cuando esta
palabra es la de Jesús, entonces es con mucho, lo mejor.
En el Antiguo Testamento son muchos los pasajes en los que aparece la
hospitalidad con el forastero como un deber natural del israelita. Los patriarcas
eran pastores seminómadas y se regían por el llamado «código del desierto», un
código no escrito cuyo pilar básico era la hospitalidad con el forastero. Uno de esos
relatos ejemplares de acogida al forastero es la escena de Abrahán hospedando en
su tienda, junto al encinar de Mambré, a tres individuos desconocidos, en quienes
reconoce la presencia del Señor (Gn 18,1-16). Su hospitalidad será compensada
con el favor de Dios que concederá un hijo a su esposa Sara en la vejez. En el
Evangelio de Lucas aparece otra escena típica de hospitalidad cuando Jesús es
acogido en casa de Marta y María (Lc 10,38-42). Pero la actitud de cada una de las
hermanas permite destacar la importancia de la escucha del huésped como
elemento esencial en la acogida de los otros. Marta hospedó a Jesús en su casa. Sin
embargo, mientras ésta se agobia y se preocupa de hacer muchas cosas, su
hermana María, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra.
La hospitalidad y la acogida del peregrino, del forastero y del inmigrante son
virtudes esenciales en el mundo bíblico. Abraham, padre de los creyentes, judíos,
cristianos y musulmanes, es el modelo de anfitrión en el mundo cultural del
Mediterráneo y en las religiones monoteístas. Para Abraham hospedar es ver al
otro, correr hacia el otro, darse prisa, preparar la mejor comida (como en la
parábola del hijo pródigo) y, sobre todo, escuchar al otro, pues su palabra es
portadora de promesas inesperadas, sorprendentes y gratuitas. Pero en el
evangelio se destaca aún más lo verdaderamente importante: Hospedar es
escuchar al huésped. En la gran casa de Abraham de la cuenca mediterránea y en
este mundo globalizado e intercultural, lo más urgente y apremiante para vivir con
justicia y en paz sigue siendo “escuchar” al huésped y al inmigrante, ya sea
cristiano, musulmán o no creyente.
El gran mensaje bíblico acerca de la hospitalidad es que el otro, el diferente, el
inmigrante, por pobre e irrelevante que parezca, siempre tiene algo que decirnos y
enseñarnos. Por eso hay que escucharle, pues sus palabras albergan las promesas
de lo inédito e inaudito. María aprende de Jesús, como verdadera discípula. En la
actividad cotidiana, a cualquier hora puede sorprendernos la llegada del Señor,
también a través del otro, del desconocido y del extraño. Es esencial en la
hospitalidad bíblica la escucha del otro. Ante las leyes restrictivas aplicadas a los
inmigrantes pobres y necesitados en los países ricos, ante las actitudes racistas y
xenófobas, manifiestas u ocultas en nuestras sociedades, hoy es importante
escuchar la voz del maestro Jesús, que, a su vez, invita a escuchar a los otros, los
inmigrantes, los diferentes, para hacer del mundo la casa común que esperamos.
Éste es, sin duda, el camino para que se cumpla la gran promesa que esperamos:
la de un cielo nuevo y una tierra nueva donde habite la justicia.
Escuchar hoy a Jesús y su mensaje, contemplar el misterio de Cristo en toda su
plenitud, y deleitarnos, como María, en la escucha del Señor, es indispensable para
seguir anunciando, entre sufrimientos y tribulaciones, que Él es para todos nosotros
la esperanza de la gloria, y para los servidores del Evangelio, la razón última de la
alegría en la vida sacerdotal.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada
Escritura