Comentario al evangelio del Jueves 25 de Julio del 2013
Todos tenemos nuestros santos preferidos. Uno de los míos es Santiago. Lo siento; quizá se note
demasiado en mi comentario.
Santiago es para muchas personas, especialmente jóvenes y no muy cercanas a la fe, más un lugar, una
ciudad, que una persona. El atractivo que durante siglos ejerció Compostela, acreditado ya hace
tiempo, se ha intensificado en los últimos años, y son miles quienes de modos muy diversos (en
bicicleta, a caballo, a pie…) se dirigen a la ciudad del Norte de España. Pero Santiago es -sobre todo- un
apóstol, un discípulo del Señor. Un discípulo tan recordado que se apela a él desde grafías muy
diversas: Jaime, Jacobo, Yago…
Santiago es uno de los apóstoles de los que tenemos más datos bíblicos. Hermano de Juan, es uno de
los elegidos para ser testigos de acontecimientos bien importantes: la curación de la suegra de Pedro, la
resurrección de la hija de Jairo, la transfiguración, la oración en el huerto… Santiago es también el
primero de los apóstoles en derramar su sangre por Cristo, como atestigua la primera lectura de hoy
(Hch 12, 2).
Llamado por el mismo Jesús ‘hijo del trueno’ (Mc 3, 17), las Escrituras nos hablan del carácter
impetuoso del apóstol, de su deseo de que caiga fuego del cielo sobre quienes niegan hospedaje a
Jesús, de su cobardía inicial a la hora de acompañar al Señor que caminaba hacia la cruz… El episodio
que el evangelio de hoy nos narra, en el que quizá Mateo trata de esconder a los Zebedeos tras su
inocente madre, habla también de ese carácter.
Debemos muchas cosas a Santiago. La historia de la fe de quienes oramos en español está llena de su
presencia y de frutos de su intercesión. Pero también debemos agradecer que su sinceridad abriera la
puerta a que Jesús nos dejara una enseñanza tan hermosa como la que hoy se nos proclama: ¿para qué
vivimos?, ¿quién es el verdaderamente grande entre nosotros? Leamos con calma el evangelio de hoy
sin dejar de interceder por los jóvenes reunidos en Río.
Gracias, hermano Santiago, por tu continuo velar sobre nuestra fe. Gracias por tu ejemplo y
coherencia. Gracias por haber dejado que el Evangelio modelara tu carácter. Gracias por avivar en
tantos el deseo de bondad, de belleza, de paz. Condúcenos a todos al que es la Verdad.
Pedro Belderrain, cmf