Domingo 17 Tiempo Ordinario C
“Señor, me respondiste cada vez que te invoqué” (Sal. 138, 3)
La liturgia de este domingo nos adentra en el tema de la oración. En primer lugar se presenta
en el libro del Génesis la conmovedora oración de Abrahán en favor de dos ciudades
pecadoras, magnifica expresión de su confianza en Dios y de su afán de interceder en favor de
los hombres. Dios le ha revelado a Abrahán la decisión de destruir a Sodoma y Gomorra
pervertidas por el pecado. El patriarca busca detener el castigo de Dios pidiéndole tenga en
consideración los justos que podrían habitar en esas ciudades. Pero desde la propuesta de
cincuenta justos se ve obligado a bajar gradualmente hasta el exiguo número de diez justos en
esa súplica de oración de intercesión que el Patriarca hace a Dios: “Que no se enoje mi Señor
si hablo una vez más. ¿Y si sólo se encuentran diez justos?” Ni la condescendencia de Dios,
llena de bondad que va aceptando la reducción del número de los justos ni la cordial súplica de
Abrahán, logran salvar las ciudades de la ira de Dios a causa de la corrupción reinante. Pero la
oración de intercesión de Abrahán y la misericordia divina -que desciende a causa de esa
oración- logran salvar a una familia, la de Lot. Esta escena del libro del Génesis queda como
testimonio de las terribles consecuencias de la permanencia del mal de los hombres y la fuerza
reparadora del bien, en donde si hubieran habido diez justos solamente, habrían podido
impedir la ira del Señor. Abrahán ora y el Señor escucha y en ese diálogo se van desarrollando
los acontecimientos, como sucede siempre en la oración. Es el diálogo entre el hombre y Dios
frente a un acontecimiento cualquiera de real importancia. Es en la oración donde se muestra
la humildad del hombre que ora y la misericordia de Dios que escucha.
El Nuevo Testamento es una maravillosa página de la misericordia de Dios que nos muestra
que un solo justo, “el Siervo de Yavé” ya anunciado por los profetas, basta para salvar no
solamente a dos ciudades ni una nación, sino a la humanidad entera. A través de la Pasión de
Cristo y su muerte en la Cruz, Dios perdonó a toda la humanidad, como nos asegura el
Apóstol Pablo en su carta a los Colosenses (Col. 2, 14).
El evangelio nos muestra a los discípulos pidiéndole a Jesús que les enseñe a orar. Jesús les
responde enseñándoles el Padrenuestro: “cuando oréis, decid Padre santificado sea tu
nombre, venga tu reino …”. Es de notar que Abrahán el “amigo del Señor” le llama a Dios
“Señor”. Jesús, en cambio, nos enseña que Dios es nuestro “Padre”. Esta es la diferencia entre
el Antiguo y Nuevo Testamento. La oración aquí es filial, ya no de servidor, sino del hijo que le
abre el corazón a su Padre, exponiéndole sus necesidades en forma sencilla y espontánea. Así
nos lo muestra la oración del Padrenuestro, oración que es el diálogo más profundo y completo
que puede darse entre Dios y el hombre. Quien reza el Padrenuestro, glorifica a Dios, pide que
la esperanza cristiana del encuentro pleno con Dios se cumpla, que se haga en nuestros
corazones su voluntad y rompa todo egoísmo, que nos dé el pan que ganamos con el sudor de
nuestra frente, que perdone nuestra debilidades y caídas y nos haga generosos en el perdón
hacia nuestro prójimo y que la fuerza de su gracia no nos deje caer en las tentaciones de la
vida y que el mal no nos despoje de su gracia y amor.
Por otra parte la parábola del amigo inoportuno, que sigue inmediatamente al texto de hoy, nos
enseña a orar con perseverancia e insistencia –como lo hizo Abrahán- sin miedo a ser
indiscretos frente a Dios que es nuestro Padre y Amigo: “pedid, buscad, llamad”. Dios no tiene
horarios frente a la oración de un humilde hijo que le pide ayuda. “Quien pide recibe, quien
busca halla y al que llama se le abre”, dice la Palabra de Dios. Pero no siempre encontramos lo
que pedimos, pero es seguro que Dios escuchó y que por caminos misteriosos y de alguna
manera -de cualquier otra forma- estará en su amor respondiendo a nuestro pedido. Frente a
nuestras súplicas tenemos que saber leer dónde y de qué forma está respondiendo Dios a
nuestras súplicas, tal vez será de un modo oculto y diferente al que esperamos. Tenemos que
saber descubrir -en la misma oración- la respuesta oculta de Dios. No debe faltarnos la gracia
de ser fieles a Dios cada día. Esta gracia está asegurada al que ora sin cansarse. “Si vosotros
que sois malos sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos ¿cuánto más vuestro Padre Celestial
dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?”. En el don del Espíritu Santo se incluyen todos los
bienes sobrenaturales que Dios quiere dar a sus hijos. Los cristianos tenemos que tener la
certeza de que el que pide recibe siempre, Dios nunca deja de dar a sus hijos lo que necesitan.
Oremos por nuestra Patria. Debemos rezar mucho, con confianza y perseverancia para que el
Señor cuide a sus hijos y para que seamos fieles a su camino y a su divina Voluntad.
Que la Virgen, la gran orante, nos haga crecer en la certeza de que Dios siempre nos escucha.
+ Marcelo Raúl Martorell
Obispo de Puerto Iguazú