Homilías del Domingo 25 del Tiempo Ordinario
+ Lectura del Santo Evangelio según San Lucas
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Un hombre rico
tenía un administrador y le llegó la denuncia de que derrochaba
sus bienes. Entonces lo llamó y le dijo: '¿Qué es lo que me
cuentan de ti? Entrégame el balance de tu gestión, porque quedas
despedido.' El administrador se puso a echar sus cálculos: '¿Qué
voy a hacer ahora que mi amo me quita el empleo? Para cavar
no tengo fuerzas; mendigar, me da vergüenza. Yo sé lo que voy a
hacer para que cuando me echen de la administración, encuentre
quien me reciba en su casa.' Fue llamando uno a uno a los
deudores de su amo, y dijo al primero: '¿Cuánto debes a mi
amo?' Este respondió: "Cien barriles de aceite.' El le dijo: 'Aquí
está tu recibo: aprisa, siéntate y escribe «cincuenta».'
Luego dijo a otro: 'Y tú, ¿cuánto debes?' El contestó: 'Cien
fanegas de trigo.' Le dijo: 'Aquí está tu recibo: Escribe
«ochenta».' Y el amo felicitó al administrador injusto, por la
astucia con que había procedido. Ciertamente, los hijos de este
mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz. Y yo
os digo: 'Ganaos amigos con el dinero injusto para que cuando
os falte os reciban en las moradas eternas.
El que es de fiar en lo menudo, también en lo importante es de
fiar; el que no es honrado en lo menudo tampoco en lo
importante es honrado. Si no fuisteis de fiar en el vil dinero,
¿quién os confiará lo que vale de veras? Si no fuisteis de fiar en
lo ajeno, ¿lo vuestro quién os lo dará? Ningún siervo puede
servir a dos amos: porque o bien aborrecerá a uno y amará al
otro o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo.
No podéis servir a Dios y al dinero.»
Palabra del Señor
Homilías
(A)
“No podéis servir a Dios y al dinero...”
No dice Jesús que el dinero sea malo. No dice que no tengamos
dinero.
Lo que nos dice es que no seamos “esclavos”, “siervos” del
dinero, que es otra música...
El dinero será bueno cuando me ayude a ser libre...
Porque también el dinero puede ser fuente de libertad.
Un poco de dinero hace un poco más libre a los pobres...
Un poco de dinero puesto al servicio de los necesitados, hace más
libre al que lo da...
Un poco de dinero puede salvar muchas vidas que hoy se mueren
de hambre, de falta de medicinas, de falta de una vida
humanamente digna.
El problema está cuando el dinero no sirve, sino que servimos al
dinero.
Entonces el dinero puede esclavizar.
Me esclaviza cuando se convierte en el Dios de mi corazón.
Me esclaviza cuando me hace insensible a las necesidades de los
demás.
Me esclaviza cuando vivo para tener y no para ser.
Me esclaviza cuando se convierte en una especia de dios en el
bolsillo, encerrado en la billetera.
Jesús nos recomienda una y mil veces que nuestro corazón no esté
pegado a lo que tenemos, que consigamos la libertad de estar por
encima de nuestras cosas y de ir desprendiéndonos. Nos invita a
la austeridad, cosa extraña en estos tiempos que nos ha tocado
vivir, de derroche y abundancia. Y el caso es que tenemos claro y
comprobamos que cuando uno vive con menos y sin apegos se
siente mucho más libre en su interior.
Para vivir en cristiano hay que ir despegándose poco a poco de
todo. Y esta invitación no sólo se refiere el dinero..., también hay
que ir haciéndose pobre de prestigio y de poder.... Pobre,
realmente pobre en el sentido evangélico, es el que necesita
menos para ser feliz y en consecuencia está más dispuesto a dar.
Hay un bellísimo cuento hindú de un peregrino que se quedó a
pasar la noche debajo de un árbol en un bosque cercano al
pueblo. En lo más profundo de las tinieblas, oyó que alguien le
gritaba:
- ¡La piedra! ¡La piedra!, dame la piedra preciosa, peregrino de
Shiva.
El hombre se levantó, se acercó al hombre que le gritaba y le
dijo:
- ¿Qué piedra quieres, hermano? - La noche pasada -le dijo el
hombre con voz agitada- tuve un sueño, en el que el Señor Shiva
me dijo que si venía aquí esta noche encontraría a un peregrino
que me daría una piedra preciosa que me haría rico para
siempre.
El peregrino hurgó en su bolsa y le dio la piedra diciendo:
- La encontré en un bosque cerca del río, puedes quedarte con
ella.
El desconocido agarró la piedra y se marchó a su casa. Al llegar;
abrió su mano, contempló la piedra y vio que era un enorme
diamante. Durante toda la noche no pudo dormir de la emoción.
Daba vueltas y vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño.
Se levantó con el alba, volvió al lugar donde había dejado al
peregrino y le dijo:
- Dame, por favor, la riqueza que te permite desprenderte con
tanta facilidad de un diamante.
La verdadera riqueza no consiste en amontonar cosas, sino en
saberse desprender de ellas..
En momentos en que impera la cultura del tener, el aparentar y el
consumir, y se presenta el egoísmo como un valor fundamental,
debemos cultivar con la palabra y el ejemplo el valor del
desprendimiento y de la generosidad. Es lo que le sucedió al
hombre vela que comprendió que su misión de dar luz, vencer las
tinieblas y encender vidas suponía el gastarse y derretirse en la
entrega.
Creo que está tan claro este tema y no me extiendo más. Sólo os
recuerdo una hermosa historia que ya os he contado otras veces,
pero que nos viene bien recordarla hoy ...
Hace algunos años, en los paraolímpicos de Seattle, nueve
concursantes, todos con alguna discapacidad física o mental, se
reunieron en la línea de salida para correr los 100 metros lisos.
Al sonido del disparo, todos salieron, no exactamente como
bólidos, pero con gran entusiasmo de participar en la carrera,
llegar a la meta y ganar.
Todos, es decir, menos uno, que tropezó en el asfalto, dio dos
vueltas y empezó a llorar.
Los otros ocho oyeron al niño llorar, disminuyeron la velocidad y
volvieron hacia atrás.
Todos dieron la vuelta y regresaron... todos.
Una niña con síndrome de Down se agachó, le dio un beso en la
herida, y le dijo:
-Eso te lo va a curar.
Entonces, los nueve se agarraron de las manos y juntos
caminaron hasta la meta.
¡Cuánto me gustaría a mí actuar así en la vida! Ser capaz de
abandonar mi prestigio o mi poder, o mi comodidad o mi dinero...
y echar la vista atrás, atento a los que me necesitan...
Seguro que hay muchas cosas que nos impiden mirar a los
compañeros, amigos o familiares caídos. Y eso sí que nos
empobrece...
(B)
El texto de hoy de Amós, que ha sido calificado como el "profeta
de la justicia social", refleja una sociedad rural sencilla, pero sus
críticas duras pueden repetirse hoy desde nuestro modelo
económico: se siguen usando balanzas con trampa; hay
mecanismos micra y macro económicos que permiten el
enriquecimiento fácil y espectacular; ya no se compra al mísero
por un par de sandalias, pero se pueden establecer sistemas de
financiación que pueden hundir al que más lo necesita.
El evangelio de hoy es la continuación, sin interrupción, de las
parábolas de la misericordia que escuchamos el domingo pasado.
Allí se nos presentaba a un Dios Padre, que quiere a todos los
hombres: al hijo pródigo y a su hermano mayor, a la oveja
perdida, que hace salir el sol sobre buenos y malos. Precisamente
este será el mensaje del rudo profeta Amós: No puede haber
alianza con Dios, si no existe alianza y justicia entre los hombres;
la alianza con Dios es inseparable de la justicia y hermandad entre
los hombres. ¿Cómo podemos llamar Padre al Dios que nos acoge
con ternura a la vuelta de nuestros caminos, si no nos sentimos
hermanos de los hombres?
Es imposible ser fiel a un Dios que es Padre de todos los hombres
y vivir, al mismo tiempo, esclavo del dinero y del propio interés.
Sólo hay una manera de vivir como "hijo" de Dios, y es, vivir
realmente como "hermano" de los demás. Por eso el que vive al
servicio de sus bienes, dinero e intereses, no puede preocuparse
de sus hermanos y no puede, por tanto, ser hijo fiel de Dios". Así
se explica la dura frase final de Jesús: "No se puede servir a dos
señores...no podéis servir a Dios y al dinero".
Es lo que subrayaron con gran energía los santos padres. Así san
Basilio preguntaba al rico" ¿Qué cosas son tuyas? Es como si un
espectador, por haber ocupado su puesto en el teatro, impidiera la
entrada a los demás, creyendo que era propio de él lo que se ha
hecho para uso común de todos. Así son los ricos. Si cada uno se
contentase con tomar lo indispensable para satisfacer sus
necesidades y dejase para el pobre los bienes superfluos, no
habría ricos ni pobres, no existiría la cuestión social" O lo de san
Gregorio Magno: "Al darles lo necesario a los indigentes no
hacemos más que darles lo que es suyo y de ninguna manera
nuestro; pagamos más bien una deuda de justicia, en vez de hacer
una obra de misericordia".
Si nos contentásemos con lo indispensable, "no existirían pobres".
Desgraciadamente, los pobres siguen existiendo aún con mayor
gravedad que en tiempos de san Basilio, hace dieciséis siglos o en
tiempos de Amós hace veintiocho siglos. San Basilio se
preguntaba también: "¿De dónde has traído a la vida lo que has
recibido?". "¿Qué mérito tienen nuestros niños, que nacen
rodeados de cuidados y regalos, y qué mérito no tienen los niños
famélicos y comidos por las moscas, sin fuerzas para espantarlas,
de los campos de refugiados de cualquier país del tercer mundo?
¿Qué sentirá ese Padre del cielo, que quiere a todos los hombres
por igual, ante el sufrimiento de estos pobres niños? ¿No tienen
todos los niños, los del tercer mundo y los nuestros, el mismo
mérito de ser, todos ellos, hijos de Dios?
El pecado del hijo pródigo fue el de derrochar su fortuna...
De la misma forma que nos indignamos contra las películas de
pornografía infantil, por qué no protestamos de igual manera
contra un "orden" internacional que hace posible que los niños se
mueran de hambre en Sudán.
¿No tendremos que reconocer, con la mano en el corazón, que
nuestro pecado es también el derrochar nuestra fortuna y el
pretender servir a Dios y al dinero?
(C)
No podéis servir a Dios y al dinero. Lc 16, 1-13
El mensaje de Jesús obliga a un replanteamiento total de la vida.
Quien escucha sinceramente el evangelio intuye que se le invita a
comprender, de una manera radicalmente nueva, el sentido último
de todo y la orientación decisiva de toda su conducta.
Es difícil permanecer indiferente ante la palabra de Jesús, al
menos, si uno sigue creyendo en la posibilidad de ser más
humano cada día. Difícil no sentir inquietud y hasta cierto
malestar al escuchar palabras como las que hoy nos recuerda el
texto evangélico: «No podéis servir a Dios y al dinero».
Y, sin embargo, se entiende bien el pensamiento de Jesús. Es
imposible ser fiel a un Dios que es Padre de todos los hombres y
vivir, al mismo tiempo, esclavo del dinero y del propio interés.
Sólo hay una manera de vivir como «hijo» de Dios, y es, vivir
realmente como «hermano» de los demás. Por eso, el que vive al
servicio de sus bienes, dineros e intereses, no puede preocuparse
de sus hermanos y no puede, por tanto, ser hijo fiel de Dios.
Hay algo que los cristianos olvidamos con excesiva facilidad. Ser
cristiano exige cambiar radicalmente nuestros criterios de
actuación y encauzar nuestra vida por caminos completamente
diferentes a los que nos ofrece la sociedad actual.
En concreto, el que toma en serio a Jesús, sabe que no puede
organizar su vida desde el proyecto egoísta de poseer
ilimitadamente siempre más y más, sino que debe aprender a
compartir y solidarizarse con los más necesitados. Al hombre que
vive dominado por el interés económico, aunque viva una vida
piadosa y recta, le falta algo esencial para ser cristiano: romper la
servidumbre del «poseer» que le quita libertad para escuchar y
responder a las necesidades de los más pobres.
No tiene otra alternativa. Y no puede engañarse, creyéndose
«pobre de espíritu» en lo íntimo de su corazón. Porque el que
realmente tiene alma de pobre, no puede seguir disfrutando
tranquilamente de sus bienes mientras junto a él hay hombres
necesitados hasta de lo más elemental.
Y no podemos tampoco engañarnos nadie, creyendo que «los
ricos» siempre son los otros. La situación de crisis económica que
está dejando en paro a tantos hombres y mujeres nos puede
obligar a revisar nuestros presupuestos de vida, para ver si no
debemos reducirlos y solidarizarnos de manera concreta con ellos.
Sería un buen «test» para descubrir si servimos a Dios o a nuestro
dinero.
(D)
No podéis servir a Dios y al dinero Lc 16,1-13
Probablemente, todavía no nos hemos percatado del profundo
cambio socio-cultural que se ha producido entre nosotros, cuando
grandes sectores de la sociedad han tenido acceso a un
consumismo masivo.
En pocos años, la tecnología ha hecho posible la producción de
toda clase de objetos, ingenios y aparatos. Pero, naturalmente,
para poder venderlos, ha sido necesario estimular el apetito de los
posibles compradores. Se han producido entonces dos hechos
revolucionarios que van a configurar en adelante el estilo de vida
del hombre contemporáneo.
Por una parte, se pone en marcha una publicidad cada vez más
intensa y agresiva que acosa a las personas a lo largo de toda su
vida, tratando de seducirlas con un mensaje muy sencillo: el ideal
más deseable consiste en poseer cosas y disfrutarlas. Sin eso, la
vida queda manca y sin aliciente.
Por otra parte, con el fin de facilitar la compra, se introduce el
sistema de la venta a plazos. De esta manera, todos pueden tener
ya acceso al consumismo masivo y adquirir toda clase de
productos.
Sin duda, todo ello ha traído consigo una mejora de las
condiciones de vida, que hemos de valorar y agradecer
debidamente. Pero, al mismo tiempo, ha introducido un estilo de
vivir enormemente peligroso, que no hemos de ignorar.
Para muchas personas, el ideal supremo consiste en ganar más,
para tener más y disfrutar más. Se ha despertado en la sociedad un
deseo insaciable de cosas. «De la satisfacción de necesidades
hemos pasado a la insaciabilidad de las necesidades» (l. M.
Mardones).
Poco a poco, este consumismo descontrolado va configurando la
vida de no pocas personas. «El hombre consumista» lo ve todo
desde la utilidad o satisfacción que le puede reportar. Incluso en
las relaciones con las demás personas, se acostumbra a buscar la
rentabilidad o el placer que el otro le puede proporcionar, no el
encuentro amoroso y la mutua entrega.
De esta manera, «el consumista» corre el riesgo de volverse
insolidario. No ve las necesidades y sufrimientos de los otros.
Sólo vive para acaparar cosas, acumular experiencias placenteras
y atrapar posesivamente a las personas.
Tampoco Dios tiene sitio en su corazón. Su religión es el
consumo. No puede acoger a Alguien que es Amor. En último
caso, sólo entendería una relación mercantilista con Dios: darle
misas, oraciones y culto para ganar méritos y poseer el cielo.
En esta cultura del consumo resuenan con nueva fuerza las
palabras de Jesús: «No podéis servir a Dios y al dinero.» No se
puede vivir consumiendo egoístamente toda clase de bienes y
pretender, al mismo tiempo, ser fieles a un Dios que pide amor y
fraternidad.
(E)
En el evangelio de hoy Jesús termina diciendo: “No podéis servir
a Dios y al dinero”. Seguro que esta incompatibilidad Jesús la
había visto con sus propios ojos en muchas personas en las que
había entrado la obsesión por el dinero. Ese afán de dinero y de
riquezas se convierte en un tirano o en un dios que destroza y
esclaviza a las personas y las incapacita para saborear las cosas
más bonitas del evangelio y del Reino de Dios. Pero es que
también la codicia de dinero produce otras muchas desgracias.
El profeta Amós, en la primera lectura, describe los rasgos
terribles de esas personas poseídas por la codicia de dinero. Dice
que exprimen al pobre, que despojan a los miserables, que la sed
de dinero les impide guardar las fiestas, que hacen trampas
aumentando el precio o usando balanzas trucadas y que llegan a
comprar por dinero al pobre y por un par de sandalias a los más
necesitados. Son acusaciones terribles de realidades que ocurrían
en tiempos del profeta Amós, pero que siguen ocurriendo en
nuestro tiempo, dominado por las leyes inhumanas del mercado.
Nadie podrá negar que ahora también se compra por dinero al
pobre y que, cuando hay muchos pobres, resultan muy baratos.
Bastaría con mirar las condiciones en que se contratan a los
pobres emigrantes sin papeles o a personas angustiadas por su
extrema pobreza. Son la llamada «mano de obra barata» que
permite a unos pocos enriquecerse escandalosamente a costa del
sufrimiento y de la miseria de otras muchas personas. Por más
que las leyes del mercado permitan estas cosas, a los cristianos
esto nos suena a robo, a injusticia y a atropello contra los pobres
de Dios. Viendo eso, llegamos a la conclusión espantosa de que,
en esta sociedad capitalista en que vivimos, los pobres valen
menos que el dinero y los caprichos de los ricos. ¿Dónde está ahí
la fraternidad y el amor entre todos los hombres que Jesús
predicaba en el evangelio? Sabemos que el afán de riquezas es un
veneno que envenena las relaciones entre las personas y los
pueblos y hace sufrir inmensamente a los pobres del mundo.
A la vista de todo esto, no es extraño que Jesús proclamara la
incompatibilidad entre Dios y el dinero. En nuestra vida, aunque
queramos hacer equilibrios, no podemos unir nuestra sed de Dios
con nuestra sed de riquezas. En lo profundo de nosotros mismos,
nuestro Señor no puede ser el dinero, que nos esclaviza, sino
nuestro Dios, que nos libera. Y si el afán de dinero se nos metiera
en el corazón, quizás algún día pudiéramos llegar a ricos, pero
seguramente sería al precio de abandonar y desentendernos de los
pobres y de arrinconar a Dios en el rincón más oscuro de nuestra
vida, y nos llevaría a perder el gusto por las cosas de Dios, a
valorar menos la oración, el evangelio, la misa del domingo, el
trabajo en la parroquia y la intensidad de la vida cristiana. Es que,
como decía Jesús, no es posible servir a Dios y al dinero.
Y si no somos de fiar en cosas de tan poca monta como el dinero
y las riquezas, el Señor no nos confiará otros tesoros más valiosos
y más hermosos que guarda en su gracia y en su cariño hacia
nosotros. El Señor y su evangelio es nuestro tesoro y nuestra
paga. Él sacia de verdad nuestra sed más profunda. Nosotros
tendremos que vigilar mucho para que nuestras aspiraciones no
vayan por el camino de hacernos más ricos cada día, sino por el
de ser mejores personas según el evangelio que nos predicó Jesús.
P. Juan Jáuregui Castelo