Domingo XVIII durante el año C
“Vengan y aclamen al Señor, que es la roca que nos salva”
Hoy la liturgia nos sitúa en el tema de las realidades terrenas: vida, trabajo, dolor, alegrías,
pobreza, riquezas y otras y frente al comportamiento del cristiano frente a ellas. En la primera
lectura (Eclo.1,2; 2,21-23) el Señor declara que las realidades terrenas son “vanidad”. Estas
son inconsistentes y pasan con la fugacidad del viento: ”vanidad de vanidades y todo es
vanidad”. La vida es breve, su trabajo y sabiduría pueden a lo más procurarle un buen pasar,
especialmente si se trata de gozos y riquezas, pero un día todo esto pasará ya que la vida del
hombre es breve y está destinada a la muerte. Nadie puede quedarse en la tierra eternamente
y por eso los bienes terrenos deben ser considerados como pasajeros, como pasajera es
nuestra vida.
El hombre está destinado a trabajar, a esforzarse por crecer y hacer de su vida una vida más
digna. Su trabajo y su patrimonio pueden a lo más procurarle un buen pasar en la tierra; pero
un día se verá obligado a abandonarlo todo. Cabe preguntarnos entonces ¿Para qué sirven el
agobio, las preocupaciones y el dolor, que conlleva el trabajo? El libro del Eclesiástico nos hace
observar que la vida terrena vivida sin Dios y sin estar dirigida a un fin superior es totalmente
vana e inútil. Tengamos presente que el Antiguo Testamento nos habla de la inmortalidad del
hombre. Sobre todo el Libro de la Sabiduría nos da una respuesta a este problema. Pero sólo
el Nuevo Testamento nos da la respuesta definitiva: todas las realidades terrenas tienen un
valor en relación a Dios y por lo tanto deben ser empleadas según el orden querido por Él.
San Pablo nos dice: “ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá
arriba…aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra” (Col 3,1-2). El cristiano sabe que su
destino no está solamente en esta tierra, que todas las cosas de la tierra tienen un valor en
relación a Dios y que aún atendiendo a los deberes de la vida presente, su corazón debe estar
dirigido al fin último: la vida eterna en la eterna comunión con Dios. Los bienes terrenos no
pueden darle al hombre la felicidad eterna y que sólo en Dios puede hallar. Por consiguiente en
el uso de los bienes terrenos deberá ser moderado, caritativo y sabrá mortificarse en sus
pasiones, en sus deseos desordenados, en su codicia, (Ib. 5). Esto ciertamente es necesario
para morir al pecado que lo aparta de Dios y para vivir “con Cristo en Dios.
El Evangelio (Lc.12,13-21) nos aclara el sentido de la vida cristiana, cuando Cristo rechaza
intervenir en la partición de una herencia. El ha venido a dar la Vida Eterna y no a ocuparse de
bienes transitorios que no pueden dar el sentido definitivo a la existencia del hombre. “Mirad,
dice Jesús, guardaos de toda clase de codicia, porque aun en medio de la abundancia, la vida
de un hombre no está asegurada por sus riquezas” (Ib. 15). Y propone la parábola acerca de
un hombre necio que tuvo tan buena cosecha que ya no tenía silos para almacenarla y se
propuso construir nuevos graneros y gozar de sus bienes. En ese momento es llamado por
Dios y oye que le dice: “¿lo que has almacenado, para quien será?. El hombre se había dicho a
sí mismo: ”hombre túmbate, come bebe, y date buena vida”. Se puede apreciar claramente que
Dios está ausente completamente de su vida y de sus planes y lejos de depender de Él pone
toda su seguridad en sus bienes. El pecado de este hombre está en haber acumulado riquezas
con el objeto único de gozarlas egoístamente, sin pensar en las necesidades del prójimo, ni en
sus deberes para con Dios. Se decía a si mismo: “tienes bienes acumulados para muchos
años” (Ib. 19), pero aquella misma noche le fue quitada la vida y se encontró ante Dios con las
manos vacías, carente de obras buenas, válidas para la eternidad. Y la parábola concluye: “así
sucederá con el que amasa riquezas para sí y no es rico ante los ojos de Dios” (Ib. 21).
La vida cristiana nos enseña que todo lo que tenemos le pertenece en alguna medida a Dios,
pues por su intermedio se consiguen los bienes tanto de la tierra como los del cielo. Pero todo
lo que se consigue en esta tierra está destinado al servicio de la caridad y del bien común. La
codicia de bienes terrenos y el egoísmo en su utilización no entran en los planes de Dios. Dios
da y Dios quita según sus planes. Pero no olvidemos que cuando Dios da lo hace para que
tengamos siempre presente la caridad en nuestra relación con el prójimo y el amor
desinteresado frente a las necesidades del hermano.
María, Madre de la Iglesia y Madre nuestra, danos sabiduría para saber utilizar bien los bienes
de la tierra y así poder gozar de los bienes del cielo.
+ Marcelo Raúl Martorell
Obispo de Puerto Iguazú