XVIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
Jesús nos enseña que las personas hay que amarlas y las cosas usarlas, en
lugar de lo que pasa con frecuencia: que amamos las cosas y usamos las
personas
«Uno de entre la multitud le dijo: «Maestro, di a mi hermano que
reparta la herencia conmigo». Pero él le respondió: «Hombre,
¿quién me ha constituido juez o repartidor entre vosotros?». Y
añadió: «Estad alerta y guardaos de toda avaricia, porque si alguien
tiene abundancia de bienes, su vida no depende de aquello que
posee». Y les propuso una parábola diciendo: «Las tierras de cierto
hombre rico dieron mucho fruto, y pensaba para sus adentros:
"¿qué haré, pues no tengo donde guardar mi cosecha?". Y dijo:
"Esto haré: voy a destruir mis graneros, y construiré otros mayores,
y allí guardaré todo mi trigo y mis bienes. Entonces diré a mi alma:
alma, ya tienes muchos bienes almacenados para muchos años.
Descansa, come, bebe, pásatelo bien". Pero Dios le dijo: "Insensato,
esta misma noche te reclamarán el alma; lo que has preparado,
¿para quién será?". Así ocurre al que atesora para sí y no es rico
ante Dios» (Lucas 12, 13-21).
1. Te vio justo, Señor, ese que requirió tu ayuda: Señor, di a mi
hermano que reparta conmigo la herencia . Es justo, pero tú, Jesús,
le diste un consejo sobre el despojo de la codicia. Y dice s. Agustín: “¿Por
qué reclamas las fincas? ¿Por qué reclamas la tierra? ¿Por qué tu parte en
la herencia? Si careces de codicia lo poseerás todo. Ved lo que dijo quien
carecía de ella: Como no teniendo nada y poseyéndolo todo ( 2 Cor
6,10). «Tú, pues, me pides que tu hermano te dé tu parte en la herencia.
Yo —respondió— os digo: Guardaos de toda codicia . Tú piensas que te
guardas de la codicia del bien ajeno; yo te digo: Guardaos de toda
codicia. Tú quieres amar con exceso tus cosas y, por tus bienes, bajar el
corazón del cielo; queriendo atesorar en la tierra, pretendes oprimir a tu
alma». El alma tiene sus propias riquezas como la carne tiene las suyas”
( sermón 107).
Jesús, aunque no quieres dar normas concretas para resolver cada
problema económico y social -«¿quién me ha constituido juez o
repartidor entre vosotros?»- sí quieres dar unas normas generales que
guíen la moralidad de nuestras acciones: "Cuando damos a los pobres las
cosas indispensables no les hacemos liberalidades personales, sino que les
devolvemos lo que es suyo. Mas que realizar un acto de caridad, lo que
hacemos es cumplir un deber de justicia" (San Gregorio Magno). “Al venir al
mundo, el hombre no dispone de todo lo que es necesario para el desarrollo
de su vida corporal y espiritual. Necesita de los demás. Ciertamente hay
diferencias entre los hombres por lo que se refiere a la edad, a las
capacidades físicas, a las aptitudes intelectuales o morales, a las
circunstancias de que cada uno se pudo beneficiar, a la distribución de las
riquezas. Los "talentos" no están distribuidos por igual” ( Catecismo 1936).
No viste en los hermanos amor sino codicia, por eso vas a la raíz del
problema y tu consejo, Jesús, es claro: «guardaos de toda avaricia». El
avaro nunca se contenta con lo que tiene, porque, en el fondo, su único fin
está en la posesión de riqueza material. Y como es un fin que no llena, el
avaro pierde absurdamente su vida en una continua búsqueda por acaparar
dinero y poder. ¿Me creo necesidades por lujo, capricho, vanidad,
comodidad, etc.? ¿Dónde tengo puesto el corazón?
El hombre de la parábola se trazó el siguiente plan de vida: «Descansa,
como, bebe, pásatelo bien». «Un corazón que ama desordenadamente
las cosas de la tierra está como sujeto por una cadena, o por un «hilillo
sutil», que le impide volar a Dios» (J. Escrivá, Forja 487). La riqueza, como
la electricidad, será buena o mala según como se use. Ayúdame, Jesús, a
guardarme de toda avaricia, y a tener libre el corazón para ser más
generoso con los demás y con Dios (Pablo Cardona).
“Amontonad tesoros en el cielo ” (Mt 6,19s). Por tanto sabemos que
ante Dios lo importante no será la cantidad del tener sino la calidad del ser
(cf. 1 Co 3,11-15). Esto se hace evidente sobre todo mediante la palabrita
«sí». El que quiere tener, amontona riquezas «para sí»; el que tiene un ser
de gran valor, renuncia a este «para sí» y piensa en su ser junto a Dios.
Dios es el tesoro. « Donde está tu tesoro, allí está tu corazón » (Mt 6,
21). Si Dios es nuestro tesoro, entonces debemos estar íntimamente
convencidos de que la riqueza infinita de Dios consiste en su entrega y
autoenajenación, es decir, en lo contrario de la voluntad de tener.
2. El Evangelio del domingo arroja luz sobre un problema fundamental para
el hombre: el del sentido de actuar y trabajar en el mundo, que Qohélet en
la primera lectura [Eclesiastés] expresa en términos desconsoladores:
« ¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad! ¿Qué saca el hombre de
toda la fatiga con que se afana bajo el sol? ».
Existe también una vía de salida al «todo es vanidad»: enriquecerse ante
Dios. En qué consiste esta manera diferente de enriquecerse lo explica
Jesús poco después, en el mismo Evangelio de Lucas: « Haceos bolsas que
no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega
el ladrón ni la polilla; porque donde esté vuestro tesoro, allí estará
también vuestro corazón » (Lc 12, 33-34). Hay algo que podemos llevar
con nosotros, que nos sigue a todas partes, también después de la muerte:
no son los bienes , sino las obras; no lo que hemos tenido, sino lo que
hemos hecho. Lo más importante de la vida no es por lo tanto tener bienes,
sino hacer el bien. El bien poseído se queda aquí abajo; el bien hecho lo
llevamos con nosotros.
Perdida toda fe en Dios, hoy con frecuencia muchos se encuentran en las
condiciones de Qohélet, que no conocía aún la idea de una vida después de
la muerte. La existencia terrena parece en este caso un contrasentido. Ya
no se usa el término «vanidad», que es de sabor religioso, sino el de
absurdo. «¡Todo es absurdo!» (R. Cantalamessa).
Qohelet nos hace comprender lo absurdo que es que los bienes que un
hombre ha conseguido con su habilidad y acierto puedan ser heredados a su
muerte por un holgazán. De este modo en el esfuerzo permanente por los
bienes pasajeros hay como una especie de contradicción que se renueva en
cada generación siguiente, mostrando así claramente la vanidad de toda
voluntad terrena de tener.
" Ojalá escuchéis hoy su voz ": Él, que nos ha pensado desde siempre,
sabe cómo tenemos que caminar para vivir en plenitud, para alcanzar
nuestro verdadero ser. En su amor nos sugiere qué hacer, qué no hacer y
nos señala el camino a seguir.
Dios nos habla como a amigos porque quiere introducirnos en la comunión
con Él. Si uno escucha su voz -dice nuestro salmo en su conclusión-,
entrará en el "reposo" de Dios, es decir, en la tierra prometida, en la alegría
del Paraíso.
Dios le hace sentir su voz a cada uno. Nos lo recuerda el Concilio Vaticano
II: "En lo más profundo de su conciencia el hombre descubre la existencia
de una ley que él no se dicta a sí mismo pero a la cual debe obedecer y,
cuya voz, lo llama siempre que debe amar y practicar el bien y que debe
evitar el mal; cuando es necesario le dice claramente a los sentidos del
alma: haz esto, evita aquello. En realidad el hombre tiene una ley escrita
por Dios en su corazón... (Chiara Lubich).
A veces hay muchas voces, y no sabemos o no queremos discernir la divina.
También vamos aprendiendo, pasando del pecado, de la ignorancia
(“ Padre, perdónales que no saben lo que hacen ”) al amor y servicio
generoso.
3. La segunda lectura saca la conclusión general: « Aspirad a los bienes
de arriba, no a los de la tierra ». Pero lo celeste no son los tesoros, los
méritos o las recompensas que nosotros hemos acumulado en el cielo, sino
simplemente «Cristo». El es «nuestra vida», la verdad de nuestro ser, pues
todo lo que somos en Dios y para Dios se lo debemos sólo a él, lo somos
precisamente en él, « en quien están encerrados todos los tesoros ».
« Dejaos construir » sobre él, nos aconseja el apóstol, aunque con ello el
sentido esencial de nuestra vida permanezca oculto para los ojos del
mundo. Debemos «dar muerte» a todas las formas de la voluntad de tener
enumeradas por el apóstol, y que no son sino diversas variantes de la
concupiscencia, por mor del ser en Cristo; y esta muerte es en verdad un
nacimiento: un « revestirnos de una nueva condición », un llegar a ser
hombres nuevos. En esta nueva condición desaparecen las divisiones que
limitan el ser del hombre en la tierra («esclavos o libres»), mientras que
todo lo valioso que tenemos en nuestra singularidad (Pablo lo llama
carisma) contribuye a la formación de la plenitud definitiva de Cristo (Ef
4,11-16) (H. von Balthasar).
Llucià Pou Sabaté