“Cuídense de toda avaricia”
Lc 12, 13-21
Autor: Pedro Sergio Antonio Donoso Brant
Lectio Divina
LA VIDA DEPENDE DE DIOS
En la primera lectura y en el evangelio vamos a poner de relieve dos
mensajes que iluminan nuestra vida. El primero es el de la vanidad de los
bienes de este mundo y hasta de las mismas obras humanas, aunque estén
realizadas «con sabiduría, ciencia y acierto» (Ecl 2,21). No prolongan la
vida del que las hace; ellas mismas están condenadas a perecer. La
arqueología descubre fatigosamente ciudades y civilizaciones que durante
un tiempo fueron lamosas y de las que después han desaparecido hasta
sus mismas huellas. Grandes catástrofes naturales muestran la fragilidad
de obras maestras y de monumentos considerados como imperecederos.
Una enfermedad imprevista hace añicos los proyectos de un hombre o de
una familia, como una estatua de bronce con pie de barro golpeada por una
piedra (cf. Dn 2,31-34). A veces, basta con una circunstancia imprevisible
para hacer partir en humo un sueño, para dejar en nada una enorme
inversión financiera. Son muchos los que, cuando llegan a determinada
edad, experimentan un profundo sentido de inutilidad y de frustración en
sus distintas actividades -incluido el ministerio pastoral-, en las que se
habían comprometido con entusiasmo. Y todo ello antes incluso de que
lleguen «los días tristes» de la vejez, cuando digamos: «No me gustan»
(Ecl 12,1). El término «vanidad» puede atravesar, por tanto, como una
nube oscura las experiencias de nuestra vida. Ahora bien, esa reflexión es
ambivalente. Puede engendrar depresión y dejar sin motivación cualquier
iniciativa, pero puede llevar también a la «sabiduría del corazón»
(Sal 90,12), por lo que aparece justamente como un estribillo en un libro
sapiencial como es el Eclesiastés. Ahora bien, con tal de que se lea hasta el
final, donde se encuentra la clave para proceder a una reflexión
equilibrada: «Conclusión del discurso: Todo está oído. Teme a Dios y
guarda sus mandamientos, porque en esto consiste ser hombre» (12,13).
Éste es el segundo mensaje, que nos viene sobre todo del evangelio: el
hombre no debe ser «insensato», como el agricultor rico. Había olvidado
que la vida depende de Dios (Lc 12,20) y no esperaba a su señor vigilando
«con la cintura ceñida y las lámparas encendidas» (12,35). Ése es el riego
que corremos nosotros en la actual sociedad consumista: «Acumular
tesoros para sí» teniendo puestos los ojos en los bienes de la tierra. El
Creador no está contra la tierra, que confió al hombre «para que la
cultivara» (Gn 2,15). Sin embargo, el dueño sigue siendo Dios, que busca
en el hombre «un administrador fiel y prudente», capaz de hacer fructificar
los talentos. La relación con Dios, el obrar según sus leyes, da un sentido
positivo a las realidades terrenas, aunque sean caducas, y convierte el
trabajo en un instrumento de felicidad: «Dichoso el siervo a quien su
señor, cuando llegue, le encuentre trabajando» (Lc 12,43). El hombre no
está condenado a la vanidad y a la pobreza, sino que está llamado a
«enriquecerse ante Dios» (12,21).
Eso no significa acumular riquezas ante los ojos de un Dios «lejano» e
indiferente, sino administrar todo lo que sirve para vivir, pero buscando por
encima de todo el Reino de Dios y su justicia, confiando en la Providencia y
abriendo el corazón a la solidaridad (12,29-34).
ORACION
Aplicándonos a nosotros mismos las reflexiones precedentes, se nos invita
a alabar al Padre por la luz que difunde sobre nuestra vida. Le damos
gracias por habernos hecho comprender el sentido positivo que le ha dado.
Le pedimos perdón si hemos gastado el tiempo casi únicamente en
acumular bienes para nosotros, «sin temor de Dios», planteando nuestro
modo de vivir como si él no existiera y no nos hubiera dirigido nunca su
palabra de amor y de orientación para nuestra vida. Si es así, pidámosle el
don de convertirnos, de cambiar de mentalidad.
Imploremos «la sabiduría del corazón», que nos proporciona el sentido de
la relatividad de las cosas humanas y, al mismo tiempo, de su importancia
como instrumentos de nuestra relación con Dios. El «nuevo humanismo »,
que incluye ser sabios en la administración responsable de las realidades
de este mundo según la ley de Dios, para nuestra utilidad y para la de los
hermanos, es una gracia que debemos impetrar {cf. GS 31.55).