Domingo 19 del tiempo ordinario (C)
PRIMERA LECTURA
Con una misma acción castigabas a los enemigos y nos honrabas, llamándonos a ti
Lectura del libro de la Sabiduría 18,6-9
La noche de la liberación se les anunció de antemano a nuestros padres, para que tuvieran ánimo, al conocer con
certeza la promesa de que se fiaban. Tu pueblo esperaba ya la salvación de los inocentes y la perdición de los
culpables, pues con una misma acción castigabas a los enemigos y nos honrabas, llamándonos a ti. Los hijos
piadosos de un pueblo justo ofrecían sacrificios a escondidas y, de común acuerdo, se imponían esta ley sagrada:
que todos los santos serían solidarios en los peligros y en los bienes; y empezaron a entonar los himnos
tradicionales.
Salmo 32,1.12.18-19.20.22 R/. Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad
SEGUNDA LECTURA
Esperaba la ciudad cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios
Lectura de la carta a los Hebreos 11,1-2.8-19
La fe es la garantía de las cosas que se esperan, la prueba de aquellas que no se ven. Por ella recibieron testimonio
de admiración los antiguos. Por la fe Abrahán, obedeciendo la llamada divina, partió para un país que recibiría en
posesión, y partió sin saber a dónde iba. Por la fe vino a habitar en la tierra prometida como en un país extranjero,
viviendo en tiendas de campaña, con Isaac y Jacob, herederos con él de la misma promesa. Porque él esperaba la
ciudad de sólidos cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios. Por la fe recibió también Sara el poder de
concebir, fuera de la edad propicia, porque creyó en la fidelidad de aquel que se lo había prometido. Precisamente
por esto, de un solo hombre, ya casi muerto, nació una descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo y
como los incontables granos de arena que hay en las playas del mar. Todos éstos murieron en la fe sin haber
obtenido la realización de las promesas, pero habiéndolas visto y saludado de lejos y reconociendo que eran
extranjeros y peregrinos en la tierra. Ahora bien, aquellos que hablan así demuestran claramente que buscan la
patria. Y si ellos hubiesen pensado en aquella de la que habían salido, hubiesen tenido oportunidad para volver a
ella. Ellos, en cambio, aspiraban a una patria mejor, es decir, celeste. Por eso Dios no se avergüenza de ellos, de
llamarse «su Dios», porque les ha preparado una ciudad. Por la fe Abrahán, puesto a prueba, ofreció a Isaac; e
inmolaba a su hijo único a aquel que había recibido las promesas, a aquel de quien le había sido dicho: De Isaac
saldrá una descendencia que llevará tu nombre. Porque pensaba que Dios tiene poder incluso para resucitar a los
muertos. Por eso recobró a su hijo. Esto es un símbolo para nosotros.
EVANGELIO
Estad preparados
Lectura del santo evangelio según san Lucas 12,32-48
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien
daros el reino. Vended vuestros bienes y dad limosna; haceos talegas que no se echen a perder, y un tesoro
inagotable en el cielo, adonde no se acercan los ladrones ni roe la polilla. Porque donde está vuestro tesoro allí estará
también vuestro corazón. Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los que aguardan
a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame. Dichosos los criados a quienes el señor, al
llegar, los encuentre en vela; os aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo. Y, si llega
entrada la noche o de madrugada y los encuentra así, dichosos ellos. Comprended que si supiera el dueño de casa a
qué hora viene el ladrón, no le dejaría abrir un boquete. Lo mismo vosotros, estad preparados, porque a la hora que
menos penséis viene el Hijo del hombre.» Pedro le preguntó: «Señor, ¿has dicho esa parábola por nosotros o por
todos?» El Señor le respondió: «¿Quién es el administrador fiel y solícito a quien el amo ha puesto al frente de su
servidumbre para que les reparta la ración a sus horas? Dichoso el criado a quien su amo, al llegar, lo encuentre
portándose así. Os aseguro que lo pondrá al frente de todos sus bienes. Pero si el empleado piensa: “Mi amo tarda en
llegar”, y empieza a pegarles a los mozos y a las muchachas, a comer y beber y emborracharse, llegará el amo de ese
criado el día y a la hora que menos lo espera y lo despedirá, condenándolo a la pena de los que no son fieles. El
criado que sabe lo que su amo quiere y no está dispuesto a ponerlo por obra recibirá muchos azotes; el que no lo
sabe, pero hace algo digno de castigo, recibirá pocos. Al que mucho se le dio, mucho se le exigirá; al que mucho se
le confió, más se le exigirá.»
Administradores fieles
Las diatribas de Jesús contra la riqueza causaban en sus discípulos desconcierto y escándalo (cf.
Mc 10, 26), pues pensaban según la mentalidad tradicional, para la que la riqueza era un signo de
la bendición de Dios. Es fácil imaginar que la parábola del rico insensato (que leímos la semana
pasada) produjo en ellos una reacción similar de sorpresa y temor. Y más teniendo en cuenta que
se trataba de un grupo humano débil y, con mucha probabilidad, social y económicamente pobre.
En situaciones de pobreza y debilidad es normal aspirar a mejorar el propio estatus, y también a
alcanzar la seguridad tibia que ofrece el bienestar material. De ahí las palabras de estímulo que
Jesús pronuncia a continuación, y que acabamos de escuchar en el evangelio de hoy, con las que
continúa su enseñanza sobre la verdadera riqueza.
Jesús exhorta a no temer, pese a la propia pequeñez, sino a poner la confianza en Dios, que ha
decidido regalar a los que confían en Él una riqueza inmensamente superior a todas las
posesiones materiales y a todo el poder de este mundo: su propio reino. Ese reino del que Jesús
ha hecho el centro de su predicación, y que ya se ha hecho presente, se convierte ahora en un don
que Dios hace a su pequeño rebaño. Ese don es la persona misma de Jesucristo, por el que
merece la pena venderlo todo y darlo generosamente a los pobres, para adquirir así un tesoro que
no se puede echar a perder ni puede ser robado.
En realidad, más que el tener (en cierto modo inevitable) o el no tener, Jesús mira a la verdadera
cuestión: dónde está nuestro corazón. Un hombre puede ser pobre económicamente, pero vivir
sólo para sus escasos bienes materiales, ser egoísta, interesado, tacaño. Su corazón está en la
riqueza, la poca que tiene y la mucha que quisiera tener. Alguien puede gozar de una buena
posición, pero ser generoso, desprendido, abierto a las necesidades de los demás, y dispuesto a
dejarlo todo si así se lo exige su fe. Así pues, Jesús nos está invitando a examinar nuestro
corazón, a comprobar cuáles son los tesoros por los que estamos dispuestos a venderlo todo. De
este modo, nos está llamando a hacer un ejercicio de autoconciencia, a abrir los ojos y vivir en
vela. Este ejercicio es ya un primer paso para hacer la elección de la verdadera riqueza. Porque,
de hecho, cuando el ser humano se entrega (entrega su corazón) al mero bienestar material, se
abotaga y adocena.
Recordemos al hombre de la parábola de la semana pasada. Ha decidido relajarse y dedicar el
resto de su vida a comer y a beber, a pasarlo bien. Y de esa manera ha olvidado que nuestros días
en la tierra están contados. Es evidente que en ocasiones tenemos que descansar y relajarnos,
esto también es un deber, y Jesús mismo lo practicaba con sus discípulos (cf. Mc 6, 31), pero
otra cosa muy distinta es consagrar (o pretender consagrar) la propia vida al ocio y a la
satisfacción propia. Lo contrario de esto es la vida consciente, en vela, que nos recomienda
Jesús. Se trata, en definitiva, en tomarse en serio la vida, que es una cosa seria, en hacerse
consciente de los verdaderos valores, los que dan un sentido definitivo a nuestra existencia y que,
a fin de cuentas, descubrimos en toda su plenitud en el mismo Jesucristo, en el que Dios ha
tenido a bien darnos el reino.
Vivir en vela significa, además, vivir a la espera del Señor que viene de tantas maneras a nuestra
vida cotidiana (en la Palabra, en la Eucaristía, en nuestros hermanos necesitados, también en el
amargo trance de la muerte). Pero no se trata de una espera pasiva, sino que, por el contrario,
Jesús la describe como la realización de un servicio. Es decir, los bienes del reino que Dios nos
ha regalado no se convierten por ello para nosotros en una especie de propiedad privada y
exclusiva: no somos dueños del reino, de los bienes que nos ha confiado Jesús, sino sólo sus
administradores.
Se entiende la pregunta de Pedro: “¿has dicho esta parábola por nosotros o por todos?” La
enorme riqueza de la fe en Jesucristo recibida por los discípulos les ha sido dada en depósito,
para que la administren fielmente en favor de todos. Si la consideramos algo exclusivo, de la que
podemos disponer a voluntad sólo en beneficio propio, nos convertimos en una secta cerrada,
que se olvida que debe dar cuenta a su señor de los dones recibidos. Pero el grupo de los
seguidores de Jesús es una comunidad abierta que se sabe investida de una misión sacerdotal en
beneficio de toda la humanidad, que no se guarda para sí, sino ofrece gratuitamente a todos, lo
que gratis ha recibido.
Y no puede ser de otra manera cuando los bienes de los que hablamos son el don de la filiación
divina y de la fraternidad universal. En Cristo nos sabemos hijos de Dios y, por tanto, hermanos
de todos. ¿Es posible guardarse para sí una riqueza de este tipo? ¿No tenemos por necesidad que
salir al encuentro de todos a comunicarles que también ellos son hijos amados del Dios Padre de
Jesucristo, que también ellos, como nuestro padre en la fe Abraham, son peregrinos en camino a
la patria definitiva, de sólidos cimientos, y pueden participar de una fecundidad que supera toda
expectativa humana?
En el testimonio valiente de nuestra fe y en el servicio desinteresado a nuestros semejantes nos
vamos convirtiendo en el administrador fiel y solícito a quien el amo ha puesto al frente de su
servidumbre para que les reparta la ración a sus horas.