Comentario al evangelio del Jueves 22 de Agosto del 2013
La liturgia nos ofrece a mitad de semana un bello respiro. No se trata de un recuerdo con gran
relevancia litúrgica; la Iglesia no ha hecho de él fiesta ni solemnidad, pero sí nos acerca a algo
singularmente hermoso: María, la madre de Cristo -el Rey-, es también Reina y participa de la
soberanía de su Hijo, el Resucitado, sobre todo lo creado. La María Asunta que hemos celebrado hace
una semana es también “reina de cielos y tierra”. Como recuerda hoy el Martirologio, madre del
Príncipe de la Paz, madre de la misericordia.
Es probable que muchas comunidades interrumpan en este día la lectura continua de la Palabra para
evocar el misterio de la Anunciación. Quien lea el texto de Mateo recordará a los invitados a la boda
que encontraron excusa para no presentarse. María hizo un camino de fe, y fue también sorprendida
por la voz del Padre en sus encrucijadas. Tuvo muy fácil haber tomado el rumbo de la excusa, de la
objeción, pero aceptó participar con una intensidad insuperable de la cruz de su hijo.
En estas semanas se recuerda a menudo a quienes peregrinan, por ejemplo, hacia Santiago de
Compostela. Quien camina cansado o despacio ve con singular cariño y gratitud al compañero de
aventura que una vez que ha llegado a su destino vuelve hacia atrás para aligerar la carga de los demás.
En esas personas, especialmente samaritanas, he visto muchas veces a María. Ella, llegada al final del
camino, vuelve sin cesar para aligerar y acompañar el nuestro. Ella, la Reina, ha comprendido muy
bien el sentido del servicio. Por eso la Iglesia la proclama “la discípula más perfecta de su Hijo”. Buen
espejo para mirarse; buena escuela para aprender.
¡Gracias, María, Reina, por seguir haciendo camino con nosotros!
Pedro Belderrain, cmf