XXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
Jesús es el camino que conduce a la salvación, la puerta estrecha que nos
invita a transitar, sin miedo, con generosidad, abandonándonos en su
misericordia
«Y recorría ciudades y aldeas enseñando, mientras caminaban hacia
Jerusalén. Y uno le dijo: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?». Él
les contestó: «Esforzaos para entrar por la puerta angosta, porque
muchos, os digo, intentarán entrar y no podrán. Una vez que el
dueño de la casa haya entrado y cerrado la puerta, os quedaréis
fuera y empezaréis a golpear la puerta, diciendo: "Señor, ábrenos".
Y os responderá: "No sé de dónde sois". Entonces empezaréis a
decir: "Hemos comido y hemos bebido contigo, y has enseñado en
nuestras plazas". Y os diré: "No sé de dónde sois; apartaos de mí
todos los que obráis la iniquidad". Allí será el llanto y rechinar de
dientes, cuando veáis a Abraham y a Isaac y a Jacob y a todos los
profetas en el Reino de Dios, mientras que vosotros sois arrojados
fuera. Y vendrán de Oriente y de Occidente y del Norte y el Sur y se
sentarán a la mesa en el Reino de Dios. Pues hay últimos que serán
primeros y primeros que serán últimos». (Lucas 13, 22-30)
1. En el Evangelio Jesús recuerda que todos estamos llamados a la salvación
y a vivir con Dios, porque frente a la salvación no hay personas privilegiadas.
Todos deben pasar por la puerta estrecha de la renuncia y de la donación de
sí mismos. La interrogación en torno al problema fundamental de la
existencia: “ Señor, ¿son pocos los que se salvan? ”, no nos puede dejar
indiferentes. A esa pregunta, Jesús no responde directamente, sino que
exhorta a la seriedad de los propósitos y de las decisiones: “ Esforzaos a
entrar por la puerta estrecha, porque os digo que muchos serán los
que busquen entrar y no podrán ”. La puerta estrecha es, ante todo, la
aceptación humilde, en la fe pura y en la confianza serena, de la Palabra de
Dios, de sus perspectivas sobre nuestras personas, y sobre el mundo y sobre
la historia; es la observancia de la ley moral, como manifestación de la
voluntad de Dios, en vista de un bien superior el que realiza nuestra
verdadera felicidad; es la aceptación del sufrimiento como medio de expiación
y de redención, para sí y para los demás, y como expresión suprema del
amor; la puerta estrecha es, en una palabra, la aceptación de la mentalidad
evangélica, que encuentra en el sermón de la montaña su más pura
explicación.
Es necesario, en fin de cuentas, recorrer el camino trazado por Jesús y pasar
por esa puerta, que es Él mismo: “ Yo soy la puerta; el que por Mí entrare,
se salvará ” (Jn 10,9). Para salvarse, hay que tomar como Él nuestra cruz,
negarnos a nosotros mismos en las aspiraciones contrarias al ideal evangélico
y seguirle en su camino: “ Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese
a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame ” (Lc 9,23).
Es el amor lo que salva, el amor que, ya en la tierra, es felicidad interior para
quien se olvida de sí mismo y se entrega en los más diferentes modos: en la
mansedumbre, en la paciencia, en la justicia, en el sufrimiento y en el llanto.
¿Puede el camino parecer áspero y difícil, puede la puerta aparecer demasiado
estrecha? La oración perseverante, la confiada súplica, el íntimo deseo de
cumplir la voluntad de Dios, conseguirán de nosotros que amemos lo que Él
manda (Juan Pablo II).
El evangelio da respuesta a esta cuestión, pues se dirige ante todo a ese
Israel que no quiere admitir la ampliación anunciada por el profeta. Que
desconocidos « de Oriente y Occidente, del Norte y del Sur », vengan
« a sentarse a la mesa en el reino de Dios » con los patriarcas de Israel,
es algo tan insoportable para los interlocutores de Jesús que éstos, con
«rechinar de dientes», pasan a convertirse en «últimos», aunque eran los
«primeros», e incluso ya no se les permite entrar. Tienen que reconocer
que se comportaron como auténticos «malvados» cuando se empecinaron
en su presunta prerrogativa mientras comían y bebían con Jesús y éste
«enseñaba en sus plazas». Las duras palabras que oyen por boca de Jesús
son palabras de advertencia, de aviso, pero sólo pueden provenir de su
amor. Y aunque al final se les dice que serán «los últimos», conviene no
olvidar que este último puesto (como confirman muchas profecías: Ez
16,63) es ciertamente el lugar de la vergüenza, pero no el de la
desesperación. Hay una esperanza para todo Israel (Rm 11,26).
Dios es Padre infinitamente bueno y misericordioso. Pero, por desgracia, el
hombre, llamado a responderle en la libertad, puede elegir rechazar
definitivamente su amor y su perdón, renunciando así para siempre a la
comunión gozosa con él. Precisamente esta trágica situación es lo que
señala la doctrina cristiana cuando habla de condenación o infierno. No se
trata de un castigo de Dios infligido desde el exterior, sino del desarrollo de
premisas ya puestas por el hombre en esta vida… El infierno es la última
consecuencia del pecado mismo, que se vuelve contra quien lo ha cometido.
Es la situación en que se sitúa definitivamente quien rechaza la misericordia
del Padre incluso en el último instante de su vida.
Las imágenes sobre el infierno hay que entenderlas bien. Expresan la
completa frustración y vaciedad de una vida sin Dios. El infierno, más que
un lugar, indica la situación en que llega a encontrarse quien libre y
definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y alegría. Así resume los
datos de la fe sobre este tema el Catecismo de la Iglesia católica: «Morir en
pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de
Dios, significa permanecer separados de él para siempre por nuestra propia
y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con
Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno»
(n. 1033).
Por eso, la «condenación» no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios, dado
que en su amor misericordioso él no puede querer sino la salvación de los
seres que ha creado. En realidad, es la criatura la que se cierra a su amor.
La «condenación» consiste precisamente en que el hombre se aleja
definitivamente de Dios, por elección libre y confirmada con la muerte, que
sella para siempre esa opción. La sentencia de Dios ratifica ese estado.
La fe cristiana enseña que, en el riesgo del «sí» y del «no» que caracteriza
la libertad de las criaturas, alguien ha dicho ya «no». Se trata de las
criaturas espirituales que se rebelaron contra el amor de Dios y a las que se
llama demonios. Para nosotros, los seres humanos, esa historia resuena
como una advertencia: nos exhorta continuamente a evitar la tragedia en la
que desemboca el pecado y a vivir nuestra vida según el modelo de Jesús,
que
dijo
«sí»
a
Dios.
La condenación sigue siendo una posibilidad real, pero no nos es dado
conocer, sin especial revelación divina, cuáles seres humanos han quedado
implicados efectivamente en ella. El pensamiento del infierno -y mucho
menos la utilización impropia de las imágenes bíblicas- no debe crear
psicosis o angustia; pero representa una exhortación necesaria y saludable
a la libertad, dentro del anuncio de que Jesús resucitado ha vencido a
Satanás, dándonos el Espíritu de Dios, que nos hace invocar «Abbá, Padre».
Esta perspectiva, llena de esperanza, prevalece en el anuncio cristiano. Se
refleja eficazmente en la tradición litúrgica de la Iglesia, como lo atestiguan,
por ejemplo, las palabras del Canon Romano: «Acepta, Señor, en tu
bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa (...), líbranos
de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos» (Juan Pablo II).
2. « De entre ellos acogeré sacerdotes y levitas ». La profecía del final
del libro de Isaías (primera lectura) dice al pueblo de Israel con toda
claridad que Dios llamará también a hombres de países lejanos, que
« nunca oyeron su fama », y de entre ellos escogerá a algunos como
sacerdotes y servidores particulares. Para Israel es una tarea sumamente
difícil saberse el pueblo elegido y a la vez tener que relativizarse hasta el
punto de tener que admitir esto: la misma elección afectará a otros cuando
llegue el momento, un momento que sólo Dios conoce. Estos otros, que en
general eran considerados por Israel como enemigos de Dios, son ahora
llamados por Dios « vuestros hermanos ». Los sacrificios que ellos
ofrecerán en el templo del Señor no están manchados ni carecen de valor
(como los sacrificios paganos), pues traen ofrendas « en vasijas puras ».
¿Cómo se comportará Israel con respecto a esta promesa? (H. von
Balthasar).
3. « El Señor reprende a los que ama ». La segunda lectura, que habla de
la reprensión de Dios, de la corrección que procede del amor, se dirige
ciertamente primero a los cristianos. Estos deben sentirse igualmente
interpelados por las advertencias del evangelio. Pues también ellos pueden,
como los judíos, alardear de su elección y de sus presuntas prerrogativas,
y por eso precisamente pueden quedarse fuera y ser relegados al último
puesto. Por ello han de recordar que no deben entender la corrección
simplemente como un castigo en su vida, sino como un necesario
instrumento pedagógico que quiere conferir a su fe y a su vida relajadas un
nuevo vigor cristiano. Pero también el Israel postcristiano debería recordar
estas palabras a propósito de la corrección, que ya le fueron dichas en la
Escritura de la Antigua Alianza (Pr 3,11-12). Si es verdad que los dones y
las llamadas de Dios son irrevocables (Rm 11,29), entonces la larga pasión
de Israel no puede ser más que un acontecimiento histórico dentro de su
elección (H. von Balthasar).
siempre
Llucià Pou Sabaté