Domingo 22 del Tiempo Ordinario
“Señor, Tú revelas tus secretos a los humildes” (Eclo. 3,20)
La Palabra de Dios nos propone meditar sobre la virtud de la humildad. Meditación por cierto
oportuna porque es poco comprendida y practicada. En el Antiguo Testamento, el libro del
Eclesiástico (Eclo 3.17-18.20.28-29) nos muestra que es necesario ser humilde en nuestras
relaciones tanto con Dios, como con el prójimo. Por eso dice la Escritura: “hazte pequeño en
las grandezas humanas y así alcanzarás el favor de Dios” (Ib. 18).
La humildad no consiste en negar las propias cualidades sino en reconocer que son puro don
de Dios. Se sigue de esto que cuando uno tiene más “grandezas humanas” o sea es más rico
en dones y talentos, tanto más debe humillarse reconociendo que todo le ha sido dado por
Dios. Hay desde luego “grandezas” puramente humanas y accidentales propias de la situación
que ocupa la persona en la sociedad ya sea por el cargo que ocupa, por una responsabilidad
pública, etc. No es raro que el hombre tienda a hacer de éstas un timbre de honor, un pedestal
desde el cual se levanta sobre los demás y los mira por encima del hombro.
La Escritura nos dice: “Hijo mío, en tus asuntos procede con humildad y te querrán” (Ib.17). Así
como la humildad atrae el amor, también hay que decir que la soberbia lo espanta. Los
orgullosos son aborrecibles a todos. Si el hombre deja arraigar en sí la soberbia ésta se hace
como una doble naturaleza, de modo que al actuar en la vida diaria no se da ya cuenta de su
malicia y se hace incapaz de poderse corregir.
Es por esto que Jesús rechaza todo tipo de soberbia y toda forma de orgullo, dejando ver la
profunda vanidad de estas actitudes. Para brindar esta enseñanza aprovecha la ocasión en
que un fariseo lo invita a cenar. Jesús veía que los invitados se precipitaban a ocupar los
primeros puestos (Lc. 14, 1,7-14) y Jesús rechaza esta actitud. ¿Acaso un lugar o puesto en la
mesa de invitados puede hacer a un hombre mayor o menor de lo que es? Es precisamente su
mezquindad lo que le lleva a confundir su pequeñez con la dignidad del puesto que ocupa. Por
otra parte, tengamos presente que esto lo expone a más fáciles humillaciones, pues no faltará
quien se lo haga notar. Esto es lo que enseña Jesús cuando dice: “cuando te inviten ve a
sentarte en el último puesto … porque todo el que se enaltece será humillado y el que se
humilla será enaltecido” (Ib 10-11).
Esto puede parecer algo muy elemental. Sin embargo, la vida de muchos –incluso que son
cristianos- se reduce a una carrera hacia los primeros puestos. Y no le faltan motivos para
autojustificarse ya en nombre de hacer el bien, del apostolado y hasta buscando “la gloria de
Dios”. Pero que, si fueran capaces de examinarse a fondo descubrirían que se trata solamente
de vanidad humana.
Jesús en el Evangelio invierte por completo la mentalidad corriente. Las personas llenas de
espíritu mundano invitan a sus fiestas a las personas que lo honran por su dignidad o de las
que puede esperar sacar algún provecho, conducta que se inspira en la vanidad y el egoísmo
humanos. El discípulo de Cristo debe obrar al revés, no hacer distinción de personas e invitar a
los más pobres, lisiados, cojos y ciegos, o sea, a gente necesitada de ayuda e incapaz de
pagar lo recibido. De este modo podrá sentirse feliz porque recibirá su paga en el Reino de los
Cielos.
Es casi imposible cambiar la mentalidad de los hombres en este punto si no se está convencido
de que los valores son verdaderos solamente en la medida en que se ordenan a los valores y
bienes eternos y que la vida terrena no es más que una peregrinación hacia la Ciudad del Dios
viviente, la Jerusalén celestial en donde los justos –los humildes y caritativos- están inscriptos
en el cielo (Heb. 12, 22-23) tal como lo dice la segunda lectura de este domingo.
+ Marcelo Raúl Martorell
Obispo de Puerto Iguazú