Tiempo y Eternidad
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José Manuel Otaolaurruchi, L.C.
Mira que viene a buscarte
Jesús propone en el evangelio las condiciones para seguirlo, “Si alguno quiere seguirme y
no está dispuesto a renunciar a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus
hermanos e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío” (Lc. 14,26). La exigencia es
total, pero ahondando en la dinámica de la relación de Dios con el hombre, nos damos
cuenta de que la iniciativa no parte del hombre sino de Dios. Antes de que nosotros
salgamos a buscarlo, él acude a nosotros. La experiencia de quienes se han encontrado con
Dios demuestra de mil formas distintas que la iniciativa parte siempre de Dios, no del
individuo.
¿Qué es lo que buscamos? El Papa Juan Pablo II decía que cuando corremos detrás de la
felicidad o del amor, en realidad lo que estamos buscando es a Cristo, pero sin darnos
cuenta. Lo que sucede es que no lo conocemos. Dios nos manda continuamente mensajes,
pistas para encontrarlo en el dolor moral o físico, en el gozo, la dicha, el maravilloso
milagro de la vida y la salud.
“Nadie viene a mí, si el Padre que me envi￳ no se lo concede” (Jn. 6,44). No vayamos a
creer que somos atraídos contra nuestra voluntad, a la fuerza; el alma es atraída por la
fuerza del amor. El hombre es libre para abrazar la verdad y adherirse al bien, o de
rechazarlos. El seguimiento de Cristo es dulce y placentero pues la vida de gracia, la fe, la
confianza, la caridad, la paz del corazón son más dulces que la miel y valen más que todos
los tesoros de este mundo. En filosofía nos enseñan que el apetito va detrás de aquello que
le conviene, no por obligación, sino por gusto. El hombre fue creado a imagen y semejanza
de Dios, llevamos impreso en nuestro ser la huella del Creador, por eso es que nuestro
corazón lo busca como a su último fin incesantemente.
Si cada uno va en pos de su apetito, ¿Cómo no va a atraernos la persona misericordiosa de
Cristo, el buen pastor, que da la vida por sus ovejas? ¿Nos vamos a resistir al Corazón de
Jesús que sigue llamando a la puerta de cada corazón en espera de que le abramos para
recibirlo? “Mira que estoy llamando a la puerta. Si alguno oye mi voz y abre la puerta,
entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Apoc. 3,20).
¿Cómo seguirlo, dónde mora? No se necesita nada extraordinario, Dios mismo sale a
nuestro encuentro y nos indica qué espera de cada uno. Basta escucharlo en el silencio de la
oración y en el interior del corazón. “Nos hiciste, Se￱or, para ti, e inquieto está nuestro
corazón hasta que descanse en ti” (San Agustín).
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