XXIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
El amor a Dios nos da fuerzas para vivir con más intensidad el amor a los
padres y todo amor humano: es el fundamento sobre el que edificar todo en
la vida
«Iba con él mucha gente, y volviéndose les dijo: «Si alguno viene a
mí y no odia a su padre y a su madre y a la esposa y a los hijos y a
los hermanos y a las hermanas, hasta su propia vida, no puede ser
mi discípulo. Y el que no toma su cruz y me sigue, no puede ser mi
discípulo. Porque, ¿quién de vosotros, al querer edificar una torre,
no se sienta primero a calcular los gastos a ver si tiene para
acabarla?, no sea que, después de poner los cimientos y no poder
acabar, todos los que lo vean empiecen a burlarse de él, diciendo:
"Este hombre comenzó a edificar, y no pudo terminar". O ¿qué rey,
que sale a luchar contra otro rey, no se sienta antes a deliberar si
puede enfrentarse con diez mil hombres al que viene contra él con
veinte mil? Y si no, cuando todavía está lejos, envía una embajada
para pedir condiciones de paz. Así pues, cualquiera de vosotros que
no renuncia a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo» (Lucas
14, 25-33).
1. Nos dice hoy Jesús: “ Si alguno viene a mí y no odia a su padre, y
madre, y esposa, hijos, hermanos, hermanas y aun su propia alma,
no puede ser mi discípulo. Y si no toma su cruz y viene en pos de mí,
no puede ser mi discípulo ”. El que no renuncia a todos sus bienes no
puede ser tu discípulo, Jesús: esto es lo que nos exiges. Y utilizas la palabra
«odiar», un término ciertamente duro que adquiere toda su significación allí
donde algún semejante impide la relación inmediata del discípulo con el
maestro o la pone en cuestión. Jesús, exiges aquel amor indiviso que la ley
antigua reclamaba para Dios: « con todo el corazón, con todas las
fuerzas ». Nada puede competir con Dios, y Tú eres la visibilidad del Padre.
El que ha renunciado a todo por Dios está más allá de todo cálculo. El
hombre tiene que deliberar y calcular sólo mientras aspira a un compromiso
(H. von Balthasar).
Odiar… “Son términos duros. Ciertamente, ni el odiar ni el aborrecer
castellanos expresan bien el pensamiento original de Jesús. De todas
maneras, fuertes fueron las palabras del Señor, ya que tampoco se reducen
al amar menos, como a veces se interpreta templadamente, para suavizar
la frase. Es tremenda esa expresión tan tajante no porque implique una
actitud negativa o despiadada, ya que el Jesús que habla ahora es el mismo
que ordena amar a los demás como a la propia alma, y que entrega su vida
por los hombres: esta locución indica, sencillamente, que ante Dios no
caben medias tintas. Se podría traducir las palabras de Cristo por amar
más, amar mejor; más bien, por no amar con un amor egoísta ni tampoco
con un amor a corto alcance: debemos amar con el Amor de Dios (J.
Escrivá, Es Cristo que pasa, 97).
Luego a￱ades: “ ¿Quién de vosotros queriendo edificar una torre, no
se sienta primero a calcular si tendrá dinero para concluirla, no sea
que, después de poner el cimiento, no pueda edificarla? Y todos los
que pasen y la vean, empiecen a decir: Este hombre empezó a
edificar y no pudo acabar. ¿O qué rey, yendo a trabar combate con
otro rey, no se sienta primero a pensar si podrá salir al paso con
diez mil soldados al que viene con veinte mil? En caso contrario.
Cuando todavía está lejos, envía sus legados a pedir la paz” . Y en la
conclusi￳n declaras a qué venían esas semejanzas diciendo: “ Así, pues,
aquel de vosotros que no renuncia a todo lo que posee no puede ser
mi discípulo” .
Y decía S. Agustín: “por donde vemos que el capital para edificar la torre y
los diez mil soldados que se oponen al que viene con veinte mil, no
significan otra cosa que renunciar a todo lo que tiene. Los antecedentes
concuerdan con la conclusión. Porque en la renuncia a todas las posesiones
se incluye también el odiar al padre, madre, esposa, hijos, hermanos,
hermanas y aun la propia alma. Éstas son las posesiones que casi siempre
dificultan el obtener, no las propiedades temporales y transitorias, sino las
cosas comunes que han de permanecer para siempre. Por el hecho de que
una mujer es tu madre, no puede serlo también mía: eso es temporal y
transitorio. Ya ves que ha pasado el tiempo en que te concibió, te llevó en
sus entrañas, te dio a luz y te amamantó con su leche. Pero en cuanto es
hermana en Cristo, lo es para ti y para mí y para todos aquellos a quienes
se promete, en la misma sociedad cristiana, una herencia celeste: a Dios
por Padre y a Cristo por hermano. Esto es eterno y no perece con la pátina
del tiempo. Lo mantenemos y esperamos con tanta mayor firmeza cuanto
más común y menos privado es el derecho con que se alcanzará”.
Agustín plantea no una aversión al amor a los padres, sino una ampliación
mucho mayor del amor, es una lectura que ensancha el amor humano a la
medida del divino, en lo que la Iglesia dirá que “ tenían un alma sola y un
solo corazón hacia Dios” (Hch 4,32). Y sigue: “De esta manera tu alma
no es propia, sino de todos tus hermanos; y las almas de ellos son tuyas; o
mejor dicho, las almas de ellos y la tuya no son almas, sino la única alma
de Cristo”. Y no pasa solo con los padres, sino también con uno mismo: “ El
que ame su alma la perderá” (Jn 12,25). “Y yo diré con persuasión:
« Quien ame a sus padres, los perderá ». Arriba mandó odiar al alma y
aquí dice que la perderá. Este mandamiento, en el que se nos ordena
perder el alma, no significa que hayamos de matarnos, lo que sería un
crimen inexpiable. Significa que hemos de matar en nosotros el afecto
carnal del alma, por el que esta vida presente nos deleita con detrimento de
la futura.
”Lo mismo da decir perder el alma que odiarla, y ambas cosas se hacen con
el amor, ya que el fruto de la conquista de esa alma se presenta claramente
cuando se nos dice en el mismo mandamiento: Quien perdiere el alma en
este siglo, la encontrará en la vida eterna . Eso mismo podemos decir
con razón acerca de los padres: que el que los ama los perderá; pero no
matándolos, al modo de los parricidas, sino hiriendo y matando
piadosamente y con confianza, con la espada espiritual de la palabra de
Dios, ese afecto carnal con que se empeñan en amarrar a los obstáculos de
este mundo a ellos mismos y a los hijos que engendraron; pero dando vida
al mismo tiempo a ese afecto por el que son hermanos, por el que en
compañía de los hijos temporales reconocen a Dios y a la Iglesia por padres
eternos”.
Así –concluye- nos arrastra el amor divino, con la ayuda de quienes
entienden qué es seguir la misión apostólica y hacer frente a visiones un
tanto humanas, como aquella madre de los Macabeos: “Una madre que no
permite renunciar a las preocupaciones seculares para formarse en la vida
eterna, muestra bien cómo te permitiría repudiar enteramente el siglo para
sufrir la muerte, si fuera menester”. Hay que dejar “un afecto carnal, eco
del hombre viejo. Se nos exhorta a que en la milicia cristiana demos muerte
a ese hombre carnal en nosotros y en los nuestros; pero no de manera que
seamos ingratos para con nuestros padres, como si enumeráramos para
burlarnos esos beneficios con que nos dieron la vida, nos recibieron y nos
educaron. Guardemos en todas partes la piedad, y mantengamos esos
derechos cuando no haya que posponerlos a otros superiores” (Carta 243,1-
7).
2. « Se salvarán con la sabiduría ». El mandamiento de Jesús sobre la
perfecta expropiación -con vistas a la pura disponibilidad para Dios- no es
algo que pueda conseguir el hombre con su esfuerzo, es una sabiduría (en
la primera lectura) que viene dada de lo alto. El que piensa con categorías
puramente intramundanas, tiene que preocuparse de muchas cosas, porque
las cosas terrenales son muy precarias; y esta preocupación le impide
divisar el panorama de la despreocupación celeste. Su obligación de
calcular no le permite hacerse una idea de los «planes de Dios», que se
fundamentan siempre en la entrega generosa y no en cálculos o
razonamientos. Sólo «la sabiduría» puede «salvar» al hombre de esta
preocupación que le impide toda visión de las cosas del cielo.
Dirá el salmo: “ Enséñanos a calcular nuestros años, para que
adquiramos un corazón sensato”. El paso del tiempo, la proximidad de
la muerte, nos ayuda a vivir mejor, con sentido de responsabilidad, abiertos
a la esperanza de la vida eterna.
“Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? Ten compasión de tus siervos. Por
la mañana sácianos de tu misericordia, y toda nuestra vida será
alegría y júbilo”: porque la Pascua de Cristo es el manantial de nuestra
vida más allá de la muerte: «Después de haber recibido la dicha de la
resurrección de nuestro Señor, por la que creemos que hemos sido
redimidos y de resurgir también un día, ahora, transcurriendo en la alegría
los días que nos quedan de nuestra vida, exultamos por esta confianza, y
con himnos y cánticos espirituales alabamos a Dios por medio de Jesucristo,
nuestro Señor» (Orígenes - Jerónimo, «74 homilías sobre el libro de los
Salmos»).
“Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de
nuestras manos ”. En nuestros días, a partir de Nietzsche, se afirma no
solamente la ausencia y la muerte de Dios sino el fin del hombre... Ya que
él ha matado a Dios, el hombre debe responder por su propia finitud.
¡Efectivamente, el ateísmo no es muy extraño! El salmista decía ya que el
"hombre no es", pero creía que Dios "es". Se atrevía a dirigirse a este Dios
sólido, para apoyarse en El. El signo de la grandeza del hombre, es
precisamente, que él "habla a Dios", que lo trata de "tú"... Y se atreve a
pensar que trae algo a Dios: -por la "sabiduría", recibida de Él, y que
consiste en "contar bien nuestros días, para ocuparlos bien"... -por su
"alabanza" cantada a Dios... -Finalmente por su "trabajo", que Dios mismo
hace fructuoso... (Michel Foucault).
3. Pablo educa a Filemón en este desprendimiento, en esta renuncia a todo
lo propio, un desasimiento que no sólo es compatible con el amor puro,
sino que coincide con él. Cuando le remite al esclavo fugitivo, Pablo hace
saber a Filemón que le hubiera gustado retenerlo a su servicio, pero que
deja que sea él, Filemón, el que tome la decisión; le desliga de su
propiedad (el esclavo pertenecía a Filemón), pero también de todo cálculo
(pues no gana nada si se lo devuelve a Pablo). E incluso le expropia aún
más profundamente, al enviar a Onésimo no como esclavo sino como
hermano querido, pues en eso es en lo que se ha convertido para Pablo; por
eso «cuánto más ha de quererlo» Filemón, y esto tanto «como hombre»
(pues el esclavo se ha convertido para Filemón mediante el amor de Pablo
en un semejante, en un hermano) como «según el Señor», que es el
desasimiento por excelencia, superior a todo deseo de poseer (H. von
Balthasar).
Llucià Pou Sabaté