XXIII Semana del Tiempo Ordinario (Año Impa)
Sábado
Lecturas bíblicas
a.- 1Tm. 1,15-17: Vino al mundo para salvar a los pecadores.
b.- Lc. 6, 43-49: ¿Por qué me llamáis Señor, Señor, y no hacéis lo que os
digo?
Este evangelio nos invita a dar frutos de santidad en el verdadero seguimiento de
Cristo. Muchos dicen ser discípulos de Cristo, pero ¿cómo saber si son auténticos
cristianos? El texto bíblico nos ofrece la imagen del árbol y sus frutos (vv. 43-45) y
la segunda (vv. 46-49), se refiere a los cimientos de la casa. El árbol es bueno sólo
en la medida, en que da frutos sanos, se considera árbol malo, el que sólo da
quizás hermoso follaje, pero frutos agraces. Con esta imagen, se quiere graficar la
vida de los discípulos de Cristo, que pueden poseer multitud de cualidades y dones,
como sabiduría, liderazgo, capacidad de organizar pastorales, todas estas son
follaje engañoso que oculta la falta de frutos, lo que se exige son obras concretas,
en bien del prójimo, Lo que importan en el árbol es que la raíz, esté bien profunda,
lo mismo la casa, es decir, una conversión que penetre al corazón del discípulo, que
transforme su vida de cada día. En el más profundo centro, a decir de Juan de la
Cruz, donde se encuentran los cimientos de la persona misma, pues bien, hasta ahí
debe llegar la conversión del hombre. La solidez de esos cimientos, deben estar
hundidos en el corazón y persona de Jesucristo, que es la roca. Pero son muchos
los que acuden al Señor, pero luego siguen sin hacer pie, no dan frutos, creen
creer, pero su fe se limita a prácticas piadosas y litúrgicas repetidas, no profundas,
Cristo en el fondo no significa nada, hacen lo que quieren. Cristo es roca firme sólo
para los que viven el evangelio y lo cumplen, misterio de gracia y exigencia, don y
responsabilidad por la propia vocación a la vida cristiana, portada para hacer
presente a Jesucristo en la sociedad. Ese cristiano hunde sus raíces en Cristo, roca
firme y da frutos, como árbol plantado en buena tierra y que fructifica a su debido
tiempo.
Teresa de Jesús, usando el símil del huerto establece cómo el Señor después de
haber limpiado el jardín comienza a dar flores y a madurar la fruta, es decir, las
virtudes que la vida de oración ha hecho germinar en el alma orante: “Crece la
fruta y madúrala de manera que se pueda sustentar de su huerto” (V 17,2)