XXIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
Pautas para la homilía
“Ese acoge a los pecadores y come con ellos”
El Señor se fía y se confía de nosotros
En la segunda lectura San Pablo, con harta pasión, nos transmite su experiencia de
conversión. Una experiencia de conversión profunda que le lleva a pasar de
perseguidor de cristianos a cristiano perseguido. El Señor puso su confianza en él y
él aceptó llevar a cabo el ministerio del apostolado. Llama la atención que la
experiencia de Dios de Pablo es una experiencia de Jesús resucitado, alguien a
quien él no ha conocido en vida pero a quien sí ha experimentado y de quien ha
recibido la redención. Una experiencia de redención tal que le hace llevar una vida
de entrega. Es esta lectura una invitación a cada uno de nosotros mismos a cerrar
los ojos y recordar el momento de nuestra vida, quizás más de uno, en el que
hemos sentido esa experiencia extrema de Dios, el momento o momentos en los
que recordamos haber sentido con fuerza esa confianza de Dios en nosotros y
nuestra respuesta de mutua confianza y compromiso en la construcción del Reino.
¿Cuáles son nuestros becerros de oro?
No hace falta que expliquemos aquí qué es el pecado. Cada uno de nosotros
tenemos la experiencia personal, quizás demasiado frecuente, de vernos
impulsados a cometer el mal, incluso en contra, muchas veces, de nuestra voluntad
más profunda, como se lamenta San Pablo en alguna ocasión. En la lectura del
Éxodo se nos muestra un pueblo enfervorizado que ha sustituido a su Dios por un
objeto de metal. Hoy tenemos que preguntarnos nosotros cuántos becerros nos
separan cada día de honrar, enaltecer, hacer grande con nuestros actos, a nuestro
Dios, y a quién rendimos pleitesía en su lugar. Si estamos poniendo por delante
nuestras cosas, objetos, rutinas, proyectos materiales, antes que las personas o el
propio sentido que las crearon o por las que surgieron o están ahí.
Puede ser ésta una pregunta para hacernos de forma individual, en lo que atañe a
nuestra relación personal con Dios, pero también una pregunta que nos hagamos
de forma comunitaria en lo que respecta a determinados enfoques u orientaciones
que puedan estar alejándonos de una verdadera espiritualidad cristiana.
Siendo humildes para reconocer y reparar el error cometido, y misericordes
con el hermano que vuelve a la casa del Padre, construimos el Reino
En el Evangelio de hoy Jesús nos muestra con imágenes cotidianas el empeño que
Dios pone en cada uno de nosotros. Nos lo presenta como un pastor preocupado
por todas y cada una de sus ovejas, como una mujer empeñada en conservar hasta
la última moneda de su patrimonio, o como un padre amoroso que se goza en la
vuelta a casa del hijo que se había marchado renunciando a su familia. Porque, y
esto es lo que quiere significar, todos y cada uno de nosotros, sus hijos e hijas,
somos importantes, valiosos y amados para el Señor.
Démonos cuenta de que Jesús comienza estas parábolas porque está siendo
cuestionado en su actitud frente a los pecadores: “Ese acoge a los pecadores y
come con ellos”. Critican que Jesús se sale del orden establecido en la sociedad
judía de la época porque trata de tú a tú con recaudadores de impuestos, con
prostitutas, con enfermos a los que se creían así a causa del pecado, o con los que
su propio origen o profesión les hacía indignos de relación con ellos e incluso sin
posibilidad de salvación divina, los no pertenecientes al pueblo judío: samaritanos,
romanos,… A todos ellos Jesús, con la parábola del hijo pródigo, les hace saber que
también son amados por Dios. Que la Gracia de Dios y el amor del padre/madre es
tan grande, y su misericordia tal, que no tiene en cuenta cuán imperfectos seamos,
o cuán importantes hayan sido nuestros pecados a los ojos de las personas, pues
somos dignos de implorar su perdón. Ser humildes para reconocer nuestros errores
y volver a su casa, que siempre nos está esperando y nos va a acoger. ¡Qué gran
experiencia la de saberse perdonado! Pero hace falta mucha humildad para
postrarse primero ante Él y reconocerse pecador. No sucede así con el hermano
mayor. Nos encontramos frente a quien se siente perfecto ante Dios. Cumplidor de
todas las normas, obediente de los preceptos pero que, incapaz de llevarlos a cabo
con amor, no puede sentir compasión por el sufrimiento de su hermano que
regresa. Es incapaz, por tanto, de mostrar misericordia. La respuesta del padre a su
reclamo, “Hijo, tu siempre estás conmigo”, le da la clave: está haciendo lo que se
espera de él, pero sin “vivir con el padre” sin sentir de verdad la salvación, sin
sentir el Reino, sin sentir al padre. Quizás encontremos aquí un paralelismo con la
común actitud de cifrar la buena conducta con el cumplimiento de ciertas prácticas
religiosas, como la comunión o confesión frecuentes, la misa dominical, y evitar
después el encuentro sincero y dialogante con hermanos nuestros que viven
situaciones sociales de marginación, defienden posicionamientos ideológicos y
políticos discordantes, o que afrontan orientaciones sexuales divergentes, entre
otros, añadiendo el alejamiento y la hostilidad de nuestras comunidades a los de la
propia sociedad.
No tiene cabida, a la luz de esta parábola, el rencor ni el resentimiento en la
comunidad cristiana. Sólo la alegría y el festejo cada vez que uno de nosotros
busca reconciliarse, congeniarse, con el Señor. No habrá reconciliación verdadera
sin esa aproximación primera, sin la actitud de reparación del daño, en donde se
incluye el acercamiento y la reconciliación con el resto de nuestros hermanos. La
actitud de vuelta del hijo menor es humilde, con disposición de entrar al servicio,
como jornalero de la casa. Y el ambiente que proclama el padre ante tal actitud es
de jovialidad, alegría banquete y fiesta.
Cabe pues preguntarnos ahora cuál es nuestra actitud. Primero frente al pecado
personal: arrepentimiento verdadero, sin condiciones, actitud de reparación,
poniéndonos al servicio, implorando misericordia. En segundo lugar nuestra actitud
como hermanos mayores de la parábola, como cristianos/as implicados/as en la
construcción del Reino: ¿cómo ponemos en práctica la corrección fraterna en
nuestros grupos y comunidades, para procurar un mejor ambiente y vivir una
continua fiesta de reconciliación? ¿Cómo llevamos a cabo la acogida que Dios
padre/madre nos pide que tengamos ante quienes se acercan a nuestras
comunidades queriendo vivir una experiencia de Dios, desde sus propias realidades
particulares, sin condiciones, en paz y dignidad, como hijos/as suyos que son?
Comunidad
El
Levantazo
Valencia
Con permiso de: dominicos.org