EL VEGÍSIMO CUARTO DOMINGO ORDINARIO C
(Éxodo 32:7-11.13-14; Timoteo 1:12-17; Lucas 15:1-10)
El hombre es muy cumplido. Por trabajo se encarga de una fábrica. Con el tiempo
libre se ha metido en los asuntos de su parroquia. Por eso, levantó las cabezas
cuando dijo que no podría creer en Dios si no fuera por Jesús. ¿Cómo es esto?
¿Nunca ha mirado una flor y preguntó, quién la diseñó? ¿Nunca ha notado el
complejo del ojo y exclamó, “O Dios”? No obstante, los ateos conocen estas
maravillas sin atribuir a Dios como su causa. Pero el hombre tiene razón. Hay
alguna cosa acerca de Jesús que nos atrae a la certidumbre de la existencia de
Dios. En el evangelio hoy aprendemos lo que es la cosa.
Los fariseos y escribas se fijan en Jesús. Digamos que son hombres honrados.
Esta opinión no es ni ingenua ni irónica. Pues, estos hombres enseñan la ley tanto
por sus acciones como por sus palabras. Fruncirán el ceño en chistes colorados, y
dan regularmente limosnas a los mendigos. Por eso, cuando ven a Jesús
acogiéndose de las prostitutas y los publicanos, fácilmente podemos imaginarlos
diciendo en su interior, “Son de la misma tela”. Piensan en Jesús – y no
absolutamente sin razón -- como un disoluto que puede citar la ley para defender
sus vicios.
Pero Jesús no justifica el libertinaje de los pecadores. Sólo les muestra el afecto de
Dios Padre. Sí, se regocija a ver a los tunantes en su puerta, pero no para
acompañarlos a las calles sino para invitarlos adentro donde les contará sobre los
modos de Dios. Él muestra a cada uno de nosotros el mismo cuidado.
Y realmente nos hace falta su atención. Pues, de una manera no somos muy
diferentes que los extraviados que rodean a Jesús. Dentro del corazón sabemos
que tenemos los mismos deseos vanidosos, lujuriosos, y avariciosos. A veces aun
nos caemos en pecado por estas tendencias. Como los asistentes en las reuniones
de los Alcohólicos Anónimos tienen que admitir, “Soy alcohólico”, nosotros debemos
confesar que somos pecadores.
Pero no sólo pecadores. De una manera u otra, hemos llegado a la Iglesia. Aquí
escuchamos el evangelio, asociamos con gente sana, y nos aprovechamos de los
sacramentos. En breve, aquí encontramos a Jesucristo de modo que poco a poco
nos convierta en santos. Por cierto no hemos alcanzado la meta todavía, y algunos
nosotros estamos bien retados a dejarle a Jesús quitarnos de los vicios. Pero él
está siempre formándonos en la virtud como el carnicero cortando la grasa. Él es el
pastor que no deja la búsqueda hasta que encuentres la oveja descarriada. Él es la
mujer que no deja de registrar su casa hasta que halle la moneda perdida. En su
compañía sabemos no sólo que nuestro destino es en los cielos sino también el
camino de alcanzarlo. Por esto, estamos alegres.
Podemos decir con Pablo en la segunda lectura: “Doy gracias a aquel que me ha
fortalecido…al darme la fe y el amor que provienen de Cristo Jesús.” Está bien.
Sólo es justo que nos agradezcamos a Dios por el conocimiento de Jesucristo. Pero
también deberíamos decir con Pablo: “Cristo Jesús me perdonó, para que…sirviera
yo de ejemplo a los que habrían de creer en él, para obtener la vida eterna.”
Particularmente hoy día cuando los jóvenes en masa están rechazando la fe,
queremos darles testimonio que sus deseos del corazón más profundos – sea el
mejor medio ambiente o sea el verdadero amor – están mejor realizados en el
servicio de Jesús. Él quiere que nuestros nietos y bisnietos respiren aire fresco. Él
siempre ha enseñado la entrega completa para el bien del otro.
Hace muchos años ya un director de un gran conjunto solía detener la música para
preguntar a los bailadores: “¿Están todos alegres?” “Sí”, gritó de vuelto la
muchedumbre. De una manera a lo mejor estaban. Pero no como nosotros por
encontrar a Jesús. Él nos ha hecho dejar los chistes colorados para hablar con el
verdadero amor. Él nos hace conscientes de nuestros pecados sí, pero más
conscientes aun de su cuidado de modo que vivamos sin vergüenzas. Jesús nos
hace vivir sin vergüenzas.
Padre Carmelo Mele, O.P.