XXIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
El beso de la gran alegría
En la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32) los hijos de un mismo padre muestran
los entresijos recónditos de los comportamientos humanos abocados a la ruptura de
la fraternidad originaria de la familia humana cuando ésta se desvincula de su
relación fundamental con el padre basada en el amor y en el encuentro generador
de vida. El menor es el prototipo de los publicanos y pecadores, de los alejados de
Dios y de los extraviados, de los marginados y excluidos, de la humanidad errante
en su anhelo emancipatorio. El mayor encarna el talante de los fariseos y de los
letrados en el evangelio, de aquellas personas que, a pesar de pasarse la vida
frecuentando y hasta dirigiendo la casa de Dios, no han experimentado la alegría de
su encuentro. Estos últimos andan merodeando la casa del padre, pero engreídos y
satisfechos de sí mismos y de cumplir con lo mandado, están realmente más lejos
de él que los primeros. Ninguno de los dos hijos experimentaba la alegría de estar y
vivir con el padre. La mayor diferencia entre el hijo menor y el mayor no está en la
cercanía física respecto al padre, sino en la conciencia de lo que significa ser y vivir
como hijo y como hermano. Es esa conciencia la que posibilita el retorno a la vida,
al encuentro y al hogar del hijo menor, mientras que su carencia en el mayor le
impide disfrutar de la gratuidad del amor y de la convivencia aunque la tenga muy
cerca.
Sin embargo, el padre es el protagonista central. El padre es la imagen viva del
Dios amor que Jesús de Nazaret nos ha revelado. Es padre de los dos y con los dos
se comporta en todo momento como tal. Respetando la libertad del primero,
lamenta su extravío y anhela su vuelta, esperándolo cada día. El amor paciente y
dolorido del padre se torna apasionado y feliz al ver de nuevo el retorno voluntario
del su hijo. El amor del padre que perdona se expresa en la serie de verbos que
muestran su grandeza. De nuevo aparece el verbo de la misericordia entrañable, el
que conmueve profundamente y conmociona al padre del hijo caído en desgracia.
Una conmoción entrañable le impulsa a aquel padre a correr hacia hijo perdido, a
abrazarse a su cuello y a besarlo. Es el amor en acción, convertido en gestos
apasionados por el reencuentro del hijo perdido. Es el verbo “splanjnizomai”
(conmocionarse). “Conmocionarse” es como un superlativo de emocionarse. Éste,
etimológicamente, significa moverse desde dentro, y es un movimiento interior,
pero pasajero, pues una emoción suele durar poco tiempo. Una conmoción, sin
embargo, es un movimiento que cambia la trayectoria de la vida. Es un movimiento
que complica, es decir que co-implica a toda la persona. Es tan interior que es
profundamente espiritual, pero se verifica en un despliegue de acciones que
expresan el amor gratuito.
En el trasfondo del término griego del Nuevo Testamento hay una palabra de gran
raigambre bíblica en hebreo, hesed, que se corresponde con lo que expresa el
sentido etimológico auténtico del término castellano “misericordia”. Si recuperamos
para la palabra misericordia la fuerza de su sentido originario, purificándola de los
aderezos e interpretaciones parciales y espiritualoides, encontramos todo su
sentido profundo, es decir, el amor propio del corazón que se dedica a atender
cualquier situación de miseria del ser humano. El término hebreo, traducido como
misericordia, es hesed, y una de sus correspondencias griegas es eleos mientras
que otra es el verbo splanjnizomai. La auténtica misericordia es un derroche de
gratuidad indebida e inmerecida, es una acción liberadora y, en cierto modo,
inesperada que va más allá de lo previsible. Es una inclinación amorosa en favor del
otro, un amor desbordante que excede los límites de la justicia y por ello uno de
sus frutos principales es el perdón. La misericordia se hace especialmente presente
en la debilidad y en el sufrimiento humano como salvación, liberación y perdón.
En esta parábola la conmoción del padre se convierte en fiesta somática de cuerpos
que se abrazan, y se emplea otro verbo capital, que podríamos interpretar como
besarse efusivamente. Merece la pena recrearse en la contemplación de este
besazo. El verbo griego correspondiente al beso (katafileo) destaca el carácter
extraordinario del mismo. No es el beso cortés del saludo, ni el apasionado de los
enamorados, atrapados por los afectos, ni el de padres e hijos, impulsado por la
sangre común. Es el beso de un padre, condolido, a un hijo perdido. Es un beso
efusivo e insistente, que expresa una gran ternura y celebra en silencio la gran
alegría de un padre conmocionado. El padre no paraba de besar a su hijo
encontrado, se lo comía a besos. El besazo del padre abrazado a su hijo es el
culmen del encuentro del hijo perdido y arrepentido con el padre misericordioso.
Este besazo no expresa el amor entre iguales, sino el amor apasionado del padre,
que trasciende el afecto paternofilial y lo supera, en virtud de la situación de
miseria en que se encontraba aquel hijo perdido y del amor excelso del padre. Es el
amor descrito por Pablo en 1 Cor 13,4-8, es decir, el amor que aguanta y se
enfrenta al mal, el amor que se encariña, el amor que no envidia, el amor que no
presume, que no alardea, que no se desboca, que no busca lo suyo, que no se
irrita, que no computa lo malo, que no se alegra de la injusticia, sino que se
complace en la verdad. El amor que todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera,
todo lo soporta. Es el amor que no pasa nunca, el amor eterno y divino.
Lucas describe aquel beso con un verbo un tanto singular, pues katafileo, que sólo
aparece seis veces en el NT, significa besar, pero se utiliza para besos muy
significativos, tanto el beso traicionero de Judas (Mt 26,49; Mc 14,45), como el
beso de la pecadora pública a los pies de Jesús (Lc 7,38.45). En todo caso evoca un
gran significado, que unido al movimiento de arriba hacia abajo, presente en el
prefijo kata-, connota la autoridad, el señorío y la grandeza del padre que se abaja
y se rebaja hasta el hijo en el movimiento del amor efusivo plasmado también en el
gesto del abrazo a su cuello. Es el beso de una persona en superioridad de
condiciones respecto al hijo, pero no paternalista ni humillante, sino rehabilitador
del hijo perdido. El beso del padre desborda al del hijo. Si el de éste debió ser
tímido el del padre era extraordinariamente efusivo. Este amor indebido y gratuito
es el que sale al encuentro de la libertad del hijo y lleva consigo la rehabilitación del
hijo menor, convertido ya en criatura nueva. Y ése es el motivo de la gran alegría.
Por ello hay que hacer fiesta grande.
Pero esto no es posible sin un movimiento libre del hijo que reconoce la verdad de
su culpa. Para tener la alegría de la rehabilitación se requiere la osadía de pedir
perdón, un perdón que de parte de Dios está garantizado de antemano por medio
de Jesús. Para hacer fiesta y poder experimentar la más profunda alegría que nos
permite vivir como criaturas nuevas se requiere pues, pedir perdón, sentir de cerca
al Padre y la fuerza entrañable de su amor y restablecer la fraternidad entre los
seres humanos. Asimismo el padre muestra su cariño hacia el hijo mayor queriendo
liberarlo de su obcecación para percibir la gratuidad del amor que él le está
brindando continuamente, e invitándolo a participar de la fiesta del encuentro con
el hermano perdido, de su habilitación y de su nueva vida.
Así es como Dios nos quiere, nos perdona y nos llena de alegría.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura