Domingo 25 Tiempo Ordinario
“Se￱or, haz que atesore tesoros en el cielo, porque donde está mi tesoro,
allí está mi coraz￳n” (Mt. 6, 20-21)
El tema fundamental de la liturgia de hoy es el buen uso de las riquezas. En la primera lectura
(Am. 8, 4-7) resuenan los duros reproches del profeta a los comerciantes sin escrúpulos que se
enriquecen a expensas de los pobres vendiendo mercaderías de desecho, subiendo los precios
aprovechándose de la necesidad ajena. El profeta denuncia sin miramientos sus fraudes y lo
hace -no en nombre de una mera justicia social- sino en nombre del mismo Dios: “escuchad
esto los que exprimís al pobre, despojáis a los miserables…Jura el Se￱or…que no olvidará
jamás vuestras acciones” (Ib. 4,7). Los abusos y engaños a los pobres ofenden a Dios que es
su defensor. Dios es el “padre de huérfanos, protector de viudas” (Sal. 67,6) que manda tratar
con generosidad a los indigentes: “le abrirás tus manos y le prestarás lo que necesite para
remediar su indigencia” (Dt. 15,8).
La religión no puede reducirse a ser un órgano de justicia social, pero debe defenderla en
nombre de Dios basándose en sus preceptos sin miramiento alguno a los ricos y poderosos
cuando su corazón está cerrado a Dios. El que quiere hacer justicia solamente en el plano
humano edifica sobre arena porque sólo es justicia verdadera la que se funda en Dios y viene
de Él.
El texto del profeta Amós con la condena a los estafadores, dispone a comprender el sentido
verdadero de la parábola del administrador infiel que se lee en el evangelio de hoy (Lc. 16, 1-
13). También aquí se habla de fraude no en daño de los pobres sino de un rico propietario que
despide a su administrador porque ha dilapidado sus bienes. Éste para asegurarse unos
amigos que luego le reciban recurre a un ardid ilícito: reduce arbitrariamente las deudas a los
clientes de su amo. Al proponer esta parábola, Jesús no pretende alabar la astuta arbitrariedad
del administrador que él califica de “injusto”; sino subrayar su sagacidad para asegurarse el
porvenir. Esto está claramente expresado en la queja del Señor: “los hijos de este mundo son
más astutos con la gente que los hijos del Se￱or” (Ib 8). Jesús observa con pena que los
secuaces del mundo –que viven lejos de Dios y no creen en Él- son más sagaces para sus
negocios que los hijos de la luz, quienes a pesar de creer en Dios son abúlicos e inconstantes
en cuidar sus intereses espirituales y su porvenir eterno. Con esa parábola Jesús llama al
esfuerzo y a la vigilancia en vista del día último cuando se dirá a cada uno: “entrégame el
balance de tu gesti￳n” (Ib. 2).
Las enseñanzas que siguen a esta parábola sirven de criterio a los cristianos para valorar y
usar las riquezas terrenas en orden a su fin eterno. Por ejemplo enseñan que el dinero no ha
de ser usado de modo que se convierta en obstáculo para la salvación. El dinero debe ser
usado con buen fin, sin dejar de lado la justicia y la caridad para quienes sufren necesidades,
como ayuda para los que nada tienen y para el bien social, es decir en relación al bien común.
El cristiano al usar el dinero debe hacerse amigos que lo “recibirán en las moradas eternas”. El
uso del dinero exige al cristiano una honestidad extrema -tanto en los grandes negocios como
en los más pequeños-, porque “el que es fiel en lo más pequeño es fiel en lo más grande” (Ib.
10). Aquel que verdaderamente es de fiar vive en el bien y merece un bien mayor. Así también
“el que es deshonesto en lo poco, es deshonesto en lo mucho” (Ib. 10).
Si el hombre no es desprendido en el manejo del dinero y éste no sirve al bien, se convertirá
pronto en una tentación de la que no se sabrá cómo escapar y entonces se convertirá en
esclavo del dinero -pésimo tirano- que no deja libertad alguna para servir al hombre ni para
servir a Dios. Nunca podremos dejar de meditar suficientemente esta frase del Señor: “no se
puede servir a Dios y al dinero” (Ib. 13).
Que María, nuestra Madre, nos ayude a hacer buen uso de las cosas materiales en beneficio
de todos y contribuyendo al bien común.
+ Marcelo Raúl Martorell
Obispo de Puerto Iguazú