XXVI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
“Huye del amor al dinero y busca la justicia”
Los que quieren enriquecerse sucumben a la tentación, se enredan en un lazo y
son presa de muchos deseos absurdos y nocivos, que hunden a los hombres en la
ruina y en la perdición. Porque el amor al dinero es la raíz de todos los males ,
y algunos, arrastrados por él, se han apartado de la fe y se han acarreado muchos
sufrimientos” (1 Tim 6,9-10). Estos versículos paulinos van inmediatamente antes
del fragmento de la carta que este domingo se lee en la Iglesia (1 Tim 6,11-16) y
que exhorta al hombre de Dios (Timoteo) a buscar la justicia, la religión, la fe,
el amor, la paciencia y la delicadeza. Me parece importante decir lo primero
para entender bien lo segundo, pues esta última es una oración adversativa que se
ilumina con lo que viene antes, y que es exactamente de lo que hay que alejarse
como personas creyentes. Dice Pablo que hay que huir del amor al dinero para ir en
busca de la justicia, de la religión, y de todo lo demás. El “amor al dinero” (en
griego: filarguria ) es una palabra única en el Nuevo Testamento y en su
originalidad y especificidad puede servir para descubrir no sólo la raíz de la codicia,
de la avaricia, de la injusticia social, de la corrupción económica, del interés, de la
usura, del fraude, de la rapiña, de la mezquindad y de la tacañería, es decir, de
todos los males vinculados con el dinero, sino la raíz última de todos los males .
Y desde ahí se puede entender mejor la gran llamada hecha por el apóstol a
Timoteo a huir de todo eso como verdadero hombre de Dios, que debe vivir en la
justicia, el amor, la fe, la magnanimidad y la delicadeza. Desde esta clave se
pueden entender también los textos de Lucas y de Amós sobre los temas
económicos.
En los domingos últimos estamos escuchando fragmentos de la parte central del
evangelio de Lucas, donde se recoge lo fundamental de la predicación de Jesús
sobre el Reino de Dios. Es una larga sección (Lc 9,51-19,28) dedicada al “Camino
de Jesús hacia Jerusalén”. En el corazón de este evangelio aparece una serie de
parábolas, de relatos muy significativos, que contienen el núcleo esencial del
mensaje de Jesús en un lenguaje sencillo e impactante, breve y profundo, liberador
y muy crítico. Junto a la misericordia entrañable del padre del hijo pródigo y al
amor servicial y ejemplar del buen samaritano, Lucas ofrece parábolas
dedicadas a las relaciones económicas. En todas ellas el evangelio
desenmascara la trampa en la que el dinero, en cuanto aspiración idolátrica de la
vida humana, tiene atrapados a los seres humanos. Podemos destacar, como
ejemplo, el mensaje principal contenido en la sentencia lapidaria de Jesús: “No
podéis servir a Dios y al dinero” (Lc 16,13), en torno a la cual giran las dos
parábolas del capítulo 16, la primera, sobre el dinero injusto (Lc 16,1-15), que
hemos leído el domingo pasado, y la segunda, sobre el hombre rico y Lázaro (Lc
16,19-31) que escuchamos ahora. La trascendencia de esta última es
impresionante.
En este mundo en que vivimos, Lázaro no es sólo una imagen del pobre, sino la
realidad de los millones de pobres que pueblan nuestra tierra, son los millones de
niños, huérfanos, abandonados, hambrientos y desamparados que malviven o se
mueren en nuestros poblados y barrios marginales en las vastas periferias del
mundo. Son las mujeres de todo el planeta que dan rostro femenino a la pobreza
generada por el sistema en que vivimos, pues el 70% de los pobres del mundo son
mujeres. Son los inmigrantes, refugiados y exiliados, los que no tienen techo ni
hogar, aquellos a los que las sociedades enriquecidas les niegan los derechos que
ellas disfrutan. Pero el mensaje de esta parábola está dirigido no a los
pobres, cuya prioridad en el amor Dios es indiscutible, sino a todos los
hermanos del rico. A ellos se dirige este mensaje: Que escuchen la llamada a
la justicia social hecha por los profetas, como Amós, pues si no lo hacen… ya
saben cuál será su final: el mismo que el de su hermano, que también era rico y al
final está ardiendo en el fuego.
Cuando uno lee el informe Forbes para comprobar las astronómicas fortunas y
salarios de los más ricos del mundo y después se informa con rigor acerca de los
más pobres de la tierra puede sufrir un shock agudo y una depresión profunda al
constatar el abismo creciente entre unos y otros. Pero más grande aún será el
abismo que separará a los ricos de los pobres en el definitivo Reino de Dios. Eso sí,
con una significativa diferencia, a saber, que para entonces, según la perspectiva
divina, cambiarán radicalmente las tornas y mientras que los últimos serán los
primeros, los primeros serán los últimos, mientras que los marginados serán
consolados, los ricachones sufrirán tormento o, dicho con palabras lucanas de la
Virgen María, a los hambrientos se les colmará de bienes y a los opulentos se les
despedirá vacíos.
Éste es el mensaje esencial de la tan conocida parábola evangélica del pobre
Lázaro, harapiento y llagado, y del rico que vestía de púrpura y de lino, y sus
respectivos destinos (Lc 16,19-31). La interpretación falsa e hipócrita de esta
parábola, sumamente elocuente para describir la situación de la mesa global, ha
legitimado, no pocas veces, el ordenamiento social del mundo, ha contribuido
sobremanera a sostener las diferentes clases sociales determinadas por la posesión
de los bienes de la tierra y de los medios de producción con promesas celestiales
para los que sufren las consecuencias humanas de una economía explotadora y
excluyente, y ha justificado de manera conformista el sufrimiento de los
empobrecidos en el aquí y ahora de la historia con el sueño de un más allá
feliz. Lejos de esa interpretación parcial y tergiversadora, la parábola revela la
inversión futura de las situaciones para los pobres y para los ricos como
resultado irreversible de la justicia de Dios, que no puede dejar impunes a
quienes generan, promueven, sostienen y disfrutan la clamorosa injusticia y la
creciente desigualdad social y económica de este mundo. Esta revelación de la
justicia de Dios pretende interpelar a los enriquecidos, a los que viven
cómodamente, aprovechándose de los beneficios de este sistema injusto aun a
costa de otros, y suscitar la conversión y el cambio de mentalidad y de conducta.
Para ello el evangelio sitúa a pobres y ricos en la situación posterior a la muerte,
que hermana a todos los hombres. Y desde ahí, en la perspectiva de la justicia de
Dios, se revela que los ricos serán recompensados negativamente por Dios que no
es parcial contra el pobre, y por ello se verán empobrecidos al verse privados no
sólo de bienes materiales sino de los bienes definitivos y eternos de esta vida y de
la otra, los bienes propios del Reino de Dios y no los del imperio del dinero
(Mamón). El pobre rico en esta historia cree que lo tiene todo, pero en
realidad carece de lo esencial . Le falta todo lo que conduce a una vida
verdaderamente dichosa, pues ha perdido su dignidad (ni siquiera tiene
nombre en la parábola) y la voluntad para amar al que sufre en la
miseria. Y en el Reino de Dios eso es lo que cuenta, la dignidad y el amor de
entrega generosa y solidaria, conducentes a la justicia divina. Sabemos que para
los ricos no es fácil salir de esa situación, porque el ídolo del dinero por lo general
tiene atrapados diabólicamente a los que más tienen. Pero no es imposible. Basta
con escuchar la palabra interpelante de la Buena Noticia, tomársela en serio y
cambiar de mentalidad.
Para provocar este cambio el evangelio remite al final a un elemento indiscutible de
la tradición bíblica: El mensaje de Moisés y de los profetas. Entre estos últimos
destaca Amós , cuya denuncia es radical. Ya en el siglo VII a. C. Amós reprueba la
explotación del pobre, el cual es tratado como mercancía negociable y
degradada a objeto de compraventa, condena abiertamente la injusticia social,
la depravación moral y religiosa, la violencia del lujo y el formalismo del culto (Am
6,1-7). Todo esto, según Amós, es incompatible con la fe en Dios. ¡Se acabó la
orgía de los disolutos! - termina diciendo el profeta criticando la prepotencia y la
aparente omnipotencia de los ricos -.
Si no se escucha el mensaje de los profetas, si no se hace caso al Evangelio en su
predilección por los pobres, si no se produce un cambio de mentalidad y de
perspectiva cultural en esta dirección, serán inútiles otros signos aparentemente
religiosos. Las consecuencias últimas de la crisis económica actual afectan y
agravan la situación de los más pobres. Pero la palabra última que critica y enjuicia
al mundo es la de Dios, el cual se pronuncia contra la opulencia de los prepotentes,
causantes del desastre y de la miseria de Lázaro. Al concluir la lectura de esta
parábola iluminadora de los contrastes de la historia y de nuestro mundo no
tenemos más remedio que decir: ¡Pobres ricos!
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura.