“Hombre rico y hombre pobre”
Lc 16, 19-31
Autor: Pedro Sergio Antonio Donoso Brant ocds
Lectio Divina
LA CONVERSIÓN REQUIERE LA ESCUCHA DE LA PALABRA DE DIOS
Dios nos sitúa ante el juicio que emite sobre cada uno de nosotros y ante
la conversión que se nos pide.
El problema que nos presenta el evangelio es, precisamente, el de
comprender que la conversión requiere la escucha de la Palabra de Dios.
Para convertirnos es absolutamente necesario que escuchemos con
atención la Palabra de Dios. Es preciso que permitamos a la Palabra bajar a
nuestro corazón. Ahora bien, para que podamos recibirla de manera
fructuosa, es menester abrirle nuestro corazón, a fin de permitirle penetrar
hasta el fondo. La conversión es siempre un problema de corazón, o sea,
un problema de interioridad, de abandono fundamental de todo, con la
intención de dejar que Dios disponga de toda nuestra vida. Podemos decir
también que la conversión significa aflojar los dedos, aferrados a algo de
una manera espasmódica, para caer por completo en las manos de Dios
(Mt 6,25ss), o sea, para depender únicamente de él.
El verdadero pobre, cuando es tal, está totalmente suspendido del amor de
Dios. Se muestra en todo libre y disponible a su amor. El rico, en cambio,
se endurece cada vez más en este mundo. Justamente por eso no le
resulta fácil comprender a los pobres, porque no capta el valor de la vida
humana y, por consiguiente, tampoco el de la conversión. El testimonio
que debemos dar de nuestra fe es, precisamente, la conversión, que
compromete de una manera incondicionada toda la existencia como un
todo, incluida una confianza total en la gracia de Dios. Ahora bien, ese
testimonio exige una larga lucha. Significa confiarse sin vacilaciones a
Dios, que nos ha escogido desde la eternidad. No es nunca conquista
nuestra, sino un deber de amor al que sólo se puede responder con amor.
El rico epulón no fue condenado simplemente por su riqueza, sino porque
no fue capaz de ofrecer su ayuda al pobre, que carecía de todo y, enfermo,
se estaba muriendo al lado de su puerta. El pecado es la riqueza que
permite que los pobres mueran junto a su propia puerta; es la falta de
solidaridad que separa a los hombres.
ORACION
1. ¡Oh, válgame Dios! ¡Oh, válgame Dios! ¡Qué gran tormento es para mí,
cuando considero qué sentirá un alma que siempre ha sido acá tenida y
querida y servida y estimada y regalada, cuando, en acabando de morir, se
vea ya perdida para siempre, y entienda claro que no ha de tener fin (que
allí no le valdrá querer no pensar las cosas de la fe, como acá ha hecho), y
se vea (1) apartar de lo que le parecerá que aún no había comenzado a
gozar (y con razón, porque todo lo que con la vida se acaba es un soplo), y
rodeado de aquella compañía disforme y sin piedad, con quien siempre ha
de padecer, metida en aquel lago hediondo lleno de serpientes, que la que
más pudiere la dará mayor bocado; en aquella miserable oscuridad,
adonde no verán sino lo que la dará tormento y pena, sin ver luz sino de
una llama tenebrosa! ¡Oh, qué poco encarecido va para lo que es!
2. ¡Oh Señor!, ¿quién puso tanto lodo en los ojos de esta alma, que no
haya visto esto hasta que se vea allí? ¡Oh Señor!, ¿quién ha tapado sus
oídos para no oír las muchas veces que se le había dicho esto y la
eternidad de estos tormentos? ¡Oh vida que no se acabará! ¡Oh tormento
sin fin!, ¡oh tormento sin fin! ¿Cómo no os temen los que temen dormir en
una cama dura por no dar pena a su cuerpo?
3. ¡Oh Señor, Dios mío! Lloro el tiempo que no lo entendí; y pues sabéis,
mi Dios, lo que me fatiga ver los muy muchos que hay que no quieren
entenderlo, siquiera uno, Señor, siquiera uno que ahora os pido alcance luz
de Vos, que sería para tenerla muchos. No por mí, Señor, que no lo
merezco, sino por los méritos de vuestro Hijo. Mirad sus llagas, Señor, y
pues El perdonó a los que se las hicieron, perdonadnos Vos a nosotros.
Santa Teresa de Jesús (Exclamaciones del Alma a Dios, XI, 1-3)