Encuentros con la Palabra
Domingo Ordinario XXVII – Ciclo C (Lucas 17, 5-10)
Los apóstoles pidieron al Señor: – Danos más fe”
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
Leí alguna vez que hace mucho tiempo vivió en la China un niño llamado Ping que amaba
tiernamente las flores. Todo lo que sembraba crecía como por encanto. Un día, el Emperador,
que era muy viejo, decidió buscar a su sucesor. ¿Quién podría ser? ¿Cómo podría escogerlo?
Decidió que iba a dejar que las flores lo escogieran. Al día siguiente salió un bando: todos los
niños deberían venir a la gran plaza para recibir de manos del Emperador semillas de flores.
"Quien en el plazo de un año me pueda mostrar el mejor resultado", dijo, "me sucederá en el
trono". Esta noticia causó gran revuelo. Los niños de todos los rincones acudieron para recibir
sus semillas. Los papás querían que su hijo fuera escogido como Emperador y los niños
soñaban con ser escogidos. Cuando Ping recibió sus semillas se sintió el más feliz de todos
los niños. Estaba totalmente seguro que podría cultivar las flores más hermosas.
Ping llenó una matera con tierra y plantó la semilla. La rociaba todos los días. Los días
pasaron pero nada germinaba en la matera. Ping estaba muy triste. Entonces tomó una
matera más grande y echó en ella la mejor tierra y tomó la semilla y la plantó. Esperó dos
meses más y no pasó nada. Poco a poco paso un año entero. Llegó la primavera y los niños
vistieron sus más preciosos trajes para agradar al Emperador. Se dirigieron a la plaza con sus
hermosísimas flores, esperando cada uno que sería el escogido. Ping se sentía avergonzado
con su matera vacía. Pensó que los demás niños se burlarían de él. Sin embargo, fue a la
plaza. El Emperador observaba detenidamente todas las flores. ¡Qué flores tan hermosas!
Pero el Emperador no decía ni una palabra. Finalmente, se acercó a Ping, quien agachó su
cabeza lleno de vergüenza esperando que sería castigado. El Emperador le preguntó: "¿Por
qué trajiste una matera vacía?" Ping comenzó a llorar y respondió: "Planté la semilla que usted
me dio, la rocié cada día, pero no germinó. La sembré en una matera más grande, le puse una
tierra mejor y tampoco germinó. Esperé un año entero pero nada creció. Por esta razón hoy
vengo ante su presencia con una matera vacía. Hice lo mejor que pude".
Cuando el Emperador escuchó estas palabras, se dibujó en su rostro una sonrisa y puso su
mano sobre el hombro de Ping. Luego exclamo: "¡Lo encontré! ¡Encontré a la única persona
digna de ser Emperador! No sé de dónde sacaron las semillas que ustedes cultivaron. Porque
las semillas que yo les di, habían sido cocinadas. Por lo tanto, era imposible que pudieran
germinar. Admiro a Ping por el valor que ha tenido para venir delante de mi con su vacía
verdad. Por lo tanto, ahora lo premio con el reino y lo nombro mi sucesor.
Si somos sinceros, más del noventa por ciento de las cosas que hacemos en nuestra vida, no
tiene otra finalidad que buscarnos a nosotros mismos. El egoísmo es tan sutil, que nos engaña
aún en nuestras buenas acciones. Reclamamos, exigimos, solicitamos que se nos tenga en
cuenta de mil formas cada día... Pasamos factura por nuestras buenas obras. Queremos que
se nos reconozca lo buenos que somos. Hemos hecho todo lo que nos correspondía hacer, y
esto, automáticamente, nos hace merecedores de una recompensa por parte de Dios. Pocas
experiencias tan importantes para aprender de la gratuidad, como la siembra y la cosecha. El
campesino que siembra la semilla y recoge la cosecha, sabe que él ha sido responsable de
ciertas condiciones externas que han facilitado las cosas, pero también es consciente de que
el crecimiento y el fruto, es solamente obra y regalo de Dios. Esta bella historia nos recuerda
que nosotros no somos dueños del crecimiento ni de los frutos, y que tener fe es hacer lo
mejor posible las cosas, para que Dios realice su obra de salvación a través nuestro.
* Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá
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