CICLO C
TIEMPO DE CUARESMA
IV DOMINGO
Hoy se pone ante nosotros el amor misericordioso de Dios. Es la parábola del
“padre misericordioso”. No sólo del hijo pródigo. Dios abre siempre la puerta de su
corazón al hijo que vuelve. Dios nuestro Padre de paciencia infinita siempre nos
espera. Jesús no dirige la parábola a los pecadores para que se arrepientan, sino a
los fariseos para que cambien su idea sobre Dios.
Tres son los personajes del evangelio de hoy:
EL HIJO PRÓDIGO personifica el proceso del pecado como alejamiento del amor de
Dios. Y también el camino de la conversión y el cambio de vida . El hijo vuelve
arrepentido de su decisión anterior. Arrepentirse, volver y comenzar de nuevo: tres
etapas necesarias.
EL PADRE DE LA PARÁBOLA es el protagonista. Su corazón acoge al hijo que
vuelve. El amor, la bondad, que restaura, es la única ley en la casa del Padre. Lo
que más destaca es la gran la alegría del padre y el amor al hijo que regresa: signo
de la misericordia de Dios. Sus brazos nos esperan siempre y nos sostienen.
También y muy especialmente en medio de las dificultades.
Dios es fiel a su ser paterno, al amor por su hijo, que, aunque esté perdido, no deja
de ser su hijo: le acoge inmediatamente y con gran alegría cuando vuelve: lo vio y
se conmovió; y echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo
(Evangelio) . Es el relato del proceso de la misericordia.
“La parábola del hijo pródigo es, ante todo, la inefable historia del gran amor de un
padre —Dios— que ofrece al hijo que vuelve a Él el don de la reconciliación plena”
(Juan Pablo II). Decía San Hilario de Poitiers: "Dios sólo sabe ser amor, y sólo sabe
ser Padre”. Con el hijo pródigo y con el hijo mayor, que no entiende la bondad del
padre y, de forma diversa, también se aleja de Él.
Nuestro Dios es compasivo y misericordioso. Siempre dispuesto a la misericordia y
al perdón. No se cansa de salir a nuestro encuentro. Es el primero en recorrer el
camino que nos separa de Él. “Dios nunca se cansa de perdonar, ¡nunca! Él es un
Padre amoroso que siempre perdona, que tiene un corazón de misericordia para
todos nosotros” (Papa Francisco).
EL HIJO MAYOR cumple, no es malo, pero no ama. No quiso entrar al banquete: no
entiende la bondad del padre. El egoísmo le hace celoso, endurece su corazón; lo
ciega. Se cierra a los demás y se cierra al mismo Dios. La vuelta del hermano tiene
para él un sabor amargo. También el hermano mayor tiene necesidad de
convertirse.
Comentando esta parábola decía Benedicto XVI: “Los dos hijos representan dos
modos inmaduros de relacionarse con Dios: la rebelión y una obediencia infantil.
Ambas formas se superan a través de la experiencia de la misericordia. Sólo
experimentando el perdón, reconociendo que somos amados con un amor gratuito,
mayor que nuestra miseria, pero también que nuestra justicia, entramos por fin en
una relación verdaderamente filial y libre con Dios”.
Todo hombre es hijo pródigo, que se aparta, se arrepiente y vuelve. También,
hermano mayor: no aceptamos un Dios que es pura bondad.
Reconciliarse con Dios significa primeramente reconocer que algo no va bien en
nuestras relaciones con Él y con los hermanos, pero que tenemos interés en
restablecer buenas relaciones con ellos en el presente y para el futuro.
El Evangelio nos presenta la conversión como actitud fundamental y exigencia
permanente de nuestra vida de fe. El proceso de reconciliación se realiza en
Cristo que es paz y reconciliación nuestra. Es el mediador último y definitivo de la
reconciliación con Dios. En una alianza nueva y eterna en el ara de la cruz. En
nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios. Al que no había pecado,
Dios le hizo expiar nuestros pecados, para que nosotros, unidos a El, recibamos la
salvación de Dios (segunda lectura).
La verdadera conversión no puede existir sin reconocer el propio pecado.
Convertirse, arrepentirse es ponerse en el camino de retorno al Padre. Hemos de
reconocer que todos somos pecadores. Todos pecamos. El mal está enraizado en
nuestro corazón. Sólo Dios es infinitamente bueno. Nosotros ninguno. Cada cual
sabe en qué, cuándo y dónde tiene que cambiar. «Si decimos que estamos sin
pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está con nosotros. Si
reconocemos nuestros pecados, Él que es fiel y justo nos perdonará los pecados»
(1 Jn 1,8 s)
Decía Pío XII ya en 1946 que «el pecado del siglo es la pérdida del sentido del
pecado». De eclipse, deformación y anestesia de la conciencia, hablaba Juan Pablo
II. Se dan complicados mecanismos de exculpación, como una ilusión de inocencia,
que siempre echa la culpa a los otros o al sistema. Está amortiguado el sentido del
pecado como consecuencia de la negación de Dios. “Si el pecado es la interrupción
de la relación filial con Dios para vivir la propia existencia fuera de la obediencia a
Él, entonces pecar no es solamente negar a Dios; pecar es también vivir como si Él
no existiera, es borrarlo de la propia existencia diaria” (Juan Pablo II).
El pecado no puede herir en sí mismo al Dios trascendente. Pero nuestro Dios no
es un ser apático o indiferente con el hombre. El pecado le hiere en la medida en
que afecta a los que Dios ama, “porque obramos contra nuestro propio bien” (Santo
Tomás de Aquino) o contra el bien de los hermanos. El Dios de infinita misericordia
se compadece, se conmueve, ante las miserias humanas con todo su corazón. La
misericordia divina hace visible la esencia misma de Dios, que es amor. Po eso Dios
nuestro Padre sufre por nosotros cuando hacemos el mal –cuando pecamos- contra
nosotros mismos o contra los demás. Pero también se alegra infinitamente cuando
un pecador se convierte y como “e l hijo pródigo vuelve a casa, a sí mismo y al
padre” (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret). En el corazón de Dios hay una alegría
infinita, porque es compasivo y misericordioso.
La conversión no se realiza de una vez para siempre. Es un proceso, un camino a
lo largo de toda nuestra vida. Nadie está convertido del todo. Esta conversión del
corazón es ante todo un don gratuito de Dios, Todos necesitamos la gracia y el
perdón, que Dios nos da siempre que nos arrepentimos sinceramente. Y muy
especialmente y con la eficacia de la gracia, en el sacramento de la penitencia y de
la conversión, en el que el sacerdote, en la persona de Cristo, es “ministro de la
misericordia de Dios” (Benedicto XVI).
MARIANO ESTEBAN CARO