“Si ustedes tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza”
Lc 17, 3-10
Autor: Pedro Sergio Antonio Donoso Brant
Lectio Divina
UNA FE QUE SE FIA DE DIOS
En la primera lectura y en el evangelio subyace un mismo movimiento de búsqueda
por parte del hombre y de respuesta por parte de Dios. En ambos casos, nos deja
perplejos lo que Dios responde. Podemos constatar una vez más la verdad de las
palabras pronunciadas por Isaías en su nombre: «Vuestros pensamientos no son
mis pensamientos, vuestros caminos no son mis caminos» (Is 55,8). De todos
modos, al hombre se le pide una sola actitud: la fe, una fe plena, total,
incondicionada, una fe que se fía de Dios porque Él ha salido de su silencio
pronunciando la Palabra que se ha hecho carne, que ha ve nido a habitar en la
región de nuestra pobreza, de nuestro sufrir.
El Verbo del Padre sigue colgado para siempre en el leño de la cruz, convertido en
«espectáculo» para los ángeles y para los hombres; él es el Cordero inmolado
puesto ante los ojos de nuestro corazón. No proclama resoluciones para los
problemas planteados por nuestros rechazos al amor del Padre; se limita
simplemente a mostrarnos con su vida, y todavía más con su muerte, cuál es el
camino para encontrar el acceso al corazón del Padre, lejos del cual todo tiene
sabor de exilio. Ese camino es el amor humilde, el servicio callado a los hermanos,
el hacer todo lo posible por los otros sin sentirnos por ello benefactores de la
humanidad, revestidos de esa humildad que enseña —como dicen los padres— a
«estar como si no estuviéramos». Sólo así seremos capaces de transmitir a los que
vengan detrás de nosotros, como pide Pablo a Timoteo, «esa hermosa tradición» de
la fe. Seremos eslabones robustos de esa tradición que hace pasar de generación
en generación la posibilidad de vivir una vida plenamente humana, rica, buena,
porque habita en ella la fe en Cristo Jesús, que con su muerte y resurrección ha
llenado de sentido nuestro vivir y nuestro morir.
ORACION
Señor, eres un amigo difícil. Nos pides una fe plena, total, absoluta, en ti, en el
misterio de tu persona, y después te escondes o nos llevas por caminos en los que
parece imposible reconocer las huellas de tus pasos. El mal del mundo nos
atormenta y nos inquieta; ese silencio tuyo tan frecuente nos resulta aún más
pesado, pues no es fácil creer que un Dios bueno vela por nosotros.
Abre los ojos de nuestro corazón, para que te veamos presente en nuestra vida y
en la historia de cada hombre. Concédenos, sobre todo, la capacidad de
abandonarnos a ti como niños confiados que no te plantean preguntas, sino que se
están quietos en su sitio, seguros de que tú sabes el porqué de nuestro dolor y no
te diviertes sometiéndonos a pruebas, sino que, si nos induces a socorrernos, es a
fin de prepararnos para una alegría mayor.