Hay que rogar su tanto al santo, hasta pasar el tranco
Domingo 28 ordinario 2013 C
Cuántas veces se quejó Jesús de la ingratitud humana y cuántas veces tuvo que
mostrarse sorprendido por los hombres que saben agradecer los favores divinos,
¡honradamente no lo sé! Pero si puedo afirmar que esas dos situaciones se dan con
toda claridad en lo que hoy nos transmite San Lucas con esa característica tan suya
de mostrarnos detalles que hacen muy amena la narración. Se trata del encuentro
de Cristo con 10 leprosos, de camino a Jerusalén. Siempre de camino. Lepra,
manchas de la piel, enfermedades que horrorizaban a las gentes y que les hacían
sentir culpables, en pecado, apartados desde entonces cuando aparecía la
enfermedad. Apartados por decreto de la autoridad. Sin poder acercarse a los
“sanos” y a los “limpios”, llorando para siempre su amargura. Por eso podemos
comprender los gritos con los que llamarían a Cristo, sin poder acercarse
demasiado a él, para no comprometerlo. Y Cristo los atiende, no como a nosotros
nos hubiera querido que nos atendiera, pues no los toca, no impone las manos
sobre ellos, no ora para que sus manchas desaparecieran, simplemente les indica
que tomen el camino a los sacerdotes para que ellos testificaran su curación. No
sabemos qué pasaría por el camino, no sabemos en qué momento se examinaron y
se dieron cuenta de que estaban curados. Como soy muy malicioso, si esos
leprosos hubieran sido mexicanos, quizá habrían dicho: “vamos primero a brindar
con unas cheves (cervezas) y luego vamos con los padrecitos para que nos
atiendan y podamos acercarnos a nuestros familiares”. Pero el resultado fue que
efectivamente todos quedaron limpios, sin embargo sólo uno regresó con el
corazón en la mano a dar gracia a Jesús por la curación obrada en cada uno de
ellos. Y entonces cuando Cristo exclamó lleno de admiraci￳n: “¿Qué no eran diez
los que quedaron curados? ¿Dónde están los otros nueve? ¿No ha habido nadie
fuera de este extranjero (Samaritano) que volviera para dar gloria al Se￱or?”.
Cómo se ve con esto, que Cristo era hombre y que como hombre sintió la ingratitud
y el desapego de aquellas gentes. Y se admira de que precisamente un hombre con
el que nadie quería tener trato, fuera precisamente el que volviera a dar gracias al
Señor. Si pudiéramos trasladar el dato al día de hoy, Cristo se mostraría
sorprendido de que de los católicos nadie se sintiera comprometido con Jesús y sólo
uno de los que llamamos “protestantes”, se mostrara agradecido en él. C￳mo le
duele entonces a Cristo la ingratitud de los hombres que no saben agradecer.
Alguien cuenta la anécdota de que en el cielo hay un gran almacén donde se
reciben las peticiones al cielo, y otro almacén tan grande como el anterior, desde el
que se despachan las peticiones, y en un pequeño anexo, muy pequeño, un
angelito ya viejo, chimuelo y pelón, recibe las contadísimas acciones de gracias que
llegan de la tierra.
Pero no todo son quejas y lamentos en el episodio narrado por Lucas el Evangelista,
pues a continuación, Cristo tomaría al samaritano entre sus brazos, le impondría las
manos y le besaría mientras le decía: “Levántate y vete. Tu fe te ha salvado”. Y si
podemos quejarnos de la ingratitud de los hombres, ahora tendremos que
alegrarnos con aquél hombre que recibió infinitamente más que la simple curación
para su cuerpo llagado, pues él volvía resplandeciente con la frente en alto, con la
fe robustecida y el amor de Cristo brillando en cada uno de sus ojos y por todos los
poros de su piel. Tendremos que decir entonces que si hay un sentimiento el más
noble entre los hombres, es precisamente la gratitud, el considerar que la bondad
del Señor nuestro Dios excede definitivamente cuanto a nosotros se nos ocurriría
obtener en él y que cada uno de los días de nuestra vida sería un día para
agradecer cuanto hace el Señor por nosotros. Precisamente quiero terminar con
una cita del Papa Benedicto XVI en la inauguración de la V Conferencia de los
Obispos de América, en Aparecida Brasil, pues a juicio de nuestro arzobispo será
ahora el documento programático del trabajo pastoral en la Arquidiócesis de León:
“Quiero que mis primeras palabras sean de acci￳n de gracias y de alabanza a Dios
por el gran don de la fe cristiana a las gentes de este continente…queremos ayudar
a los fieles cristianos a vivir su fe con alegría y coherencia, a tomar conciencia de
ser discípulos y misioneros de Cristo, enviados por Él al mundo para anunciar y dar
testimonio de nuestra fe y amor”.
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera sus comentarios en
alberami@prodigy.net.mx