Encuentros con la Palabra
Domingo Ordinario XXIX – Ciclo C (Lucas 18, 1-8)
(...) orar siempre sin desanimarse”
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
Hace algunos meses recibí este mensaje: “No hay que ser agricultor para saber que una buena
cosecha requiere de buena semilla, buen abono y riego constante. También es obvio que quien
cultiva la tierra no se para impaciente frente a la semilla sembrada, jalándola con el riesgo de
echarla a perder, gritándole con todas sus fuerzas: ¡Crece, maldita seas! Hay algo muy curioso que
sucede con el bambú japonés y que lo transforma en no apto para impacientes: Siembras la semilla, la
abonas, y te ocupas de regarla constantemente. Durante los primeros meses no sucede nada
apreciable. En realidad, no pasa nada con la semilla durante los primeros siete años, a tal punto que,
un cultivador inexperto estaría convencido de haber comprado semillas infértiles. Sin embargo,
durante el séptimo año, en un período de sólo seis semanas la planta de bambú crece ¡más de 30
metros! ¿Tardó sólo seis semanas en crecer? No, la verdad es que se tomó siete años y seis
semanas en desarrollarse. Durante los primeros siete años de aparente inactividad, este bambú
estaba generando un complejo sistema de raíces que le permitirían sostener el crecimiento que iba a
tener después de siete años. Sin embargo, en la vida cotidiana, muchas veces queremos encontrar
soluciones rápidas y triunfos apresurados, sin entender que el éxito es simplemente resultado del
crecimiento interno y que éste requiere tiempo. Quizás por la misma impaciencia, muchos de aquellos
que aspiran a resultados en corto plazo, abandonan súbitamente justo cuando ya estaban a punto de
conquistar la meta. Es tarea difícil convencer al impaciente que solo llegan al éxito aquellos que luchan
en forma perseverante y coherente y saben esperar el momento adecuado”.
”De igual manera, es necesario entender que en muchas ocasiones estaremos frente a situaciones
en las que creemos que nada está sucediendo. Y esto puede ser extremadamente frustrante. En
esos momentos, que todos tenemos, recordar el ciclo de maduración del bambú japonés y aceptar
que, en tanto no bajemos los brazos ni abandonemos por no "ver" el resultado que esperamos, si
está sucediendo algo dentro nuestro: estamos creciendo, madurando. Quienes no se dan por
vencidos, van gradual e imperceptiblemente creando los hábitos y el temple que les permitirá
sostener el éxito cuando éste al fin se materialice. El triunfo no es más que un proceso que lleva
tiempo y dedicación. Un proceso que exige aprender nuevos hábitos y nos obliga a descartar otros.
Un proceso que exige cambios, acción y formidables dotes de paciencia. Tiempo... Cómo nos
cuestan las esperas. Qué poco ejercitamos la paciencia en este mundo agitado en el que vivimos...
Apuramos a nuestros hijos en su crecimiento, apuramos al chofer del taxi... nosotros mismos
hacemos las cosas apurados, no se sabe bien por qué... Perdemos la fe cuando los resultados no
se dan en el plazo que esperábamos, abandonamos nuestros sueños, nos generamos patologías
que provienen de la ansiedad, del estrés... ¿Para qué?”
La parábola de la viuda y el juez, que nos trae hoy la liturgia de la Palabra es un bello ejemplo de
esto, aplicado a la vida de oraci￳n del cristiano: “Había en un pueblo un juez que ni temía a Dios ni
respetaba a los hombres. En el mismo pueblo había también una viuda que tenía un pleito y que
fue al juez a pedirle justicia contra su adversario. Durante mucho tiempo el juez no quiso atenderla,
pero después pensó: ‘Aunque ni temo a Dios ni respeto a los hombres, sin embargo, como esta
viuda no deja de molestarme, la voy a defender, para que no siga viniendo y acabe con mi
paciencia’. Y el Se￱or a￱adi￳: ‘Esto es lo que dijo el juez malo. Pues bien, ¿acaso Dios no
defenderá a sus escogidos, que claman a él día y noche? ¿Los hará esperar? Les digo que los
defenderá sin demora. Pero cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará todavía fe en la tierra?”
La propuesta del Señor es que tratemos de recuperar la perseverancia, la espera, la aceptación.
Estamos llamados a gobernar aquella toxina llamada impaciencia; la misma que nos envenena el
alma con sus prisas y afanes de cada día. Si no conseguimos lo que anhelamos, no deberíamos
desesperarnos... quizá sólo estemos echando raíces...
* Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá
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