El que humilde demanda, hasta mármoles ablanda
Domingo 30 ordinario 2013, 27 de octubre
Si hay alguien que comprende y conoce el corazón del hombre es Cristo Jesús
que fue hombre y pasó su vida entre los hombres, siendo al mismo tiempo el
Hijo de Dios. Viendo en el templo que las acciones de los hombres ante Dios,
siendo las mismas, consiguen efectos distintos, nos ha dejado una de las
parábolas ante las que tienes que dar la cara o esconderte para siempre. Se
trata de dos hombres, en actitud de oración, de pie, como era la oración de los
judíos, el primero, de la secta de los fariseos, que definitivamente no eran
malos, pues moralmente eran impecables e incluso hacían obras que los
demás no acostumbraban, y tratándose del fariseo descrito por Jesús,
podríamos encontrarle hasta tres características, que a lo mejor están también
en nosotros y en nuestras comunidades cristianas. Primero, él se creía bueno,
“Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones,
injustos, adúlteros”, segundo, se creía seguro de sí mismo por las acciones que
realizaba: “ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todas mis
ganancias”, ojalá que así fueran todos los cristianos, a muchas iglesias y
asociaciones no les faltarían medios de subsistencia y de ayuda fraterna. Pero
aún falta la tercera característica, tan bueno se creía, que despreciaba a los
demás: “tampoco soy como ese publicano”.
Globalmente entonces, aquél hombre no necesitaba haberse trasladado al
templo, pues subido en el pedestal de la propia gloria, lo que menos importaba
era la condición divina, pues siendo tan bueno como él pensaba, lo que había
hecho era abrir una caja de ahorros celestial, en la que podría colocar capital e
intereses, de manera que a la divinidad no le quedaría otro remedio que pagar
la bondad y la generosidad del fariseo. Él mismo era entonces el objeto y el
causante de su propia salvación. Para él la obra de Dios no era importante,
sino las buenas obras que había acumulado en su vida, y por lo tanto tampoco
importaría el sacrificio de Cristo en la cruz, ni la gratuidad de su salvación, y
por lo tanto de su Redención. Lo importante eran las obras, los sacrificios,
acciones que acumuladas, que darían necesariamente como resultado, una
salvación a todas luces segura. ¿Qué tan lejos o qué tan cerca nos
encontramos del fariseo? ¡Esa será cosa que cada quién tendrá que dilucidar
en su propio corazón!
Pero entretenidos en la figura del fariseo, casi nos olvidábamos que en la
parábola de Cristo también figura otro personaje, el cuál es descrito apenas en
un renglón, pero que denota una profunda realidad. Este segundo personaje
era un publicano, que en tiempos de Cristo era uno de los personajes más
odiados por dedicarse a cobrar impuestos para Roma. Cuando éste hombre se
presenta a la oración, también de pie, como era la costumbre entre los judíos,
él no se atrevía a levantar los ojos hacia lo alto, y sólo exclamaba desde lo
profundo del corazón: “Dios mío, apiádate de mí que soy un pecador”,
mientras se golpeaba el pecho.
Aunque Cristo normalmente contaba uns parábola, dejaba que las gentes
pudieran hacer su propia reflexión y la aplicación a la propia vida, pero en esta
ocasión Cristo mismo se complace en decirnos que éste último personaje fue el
que encontró la acogida, la bondad, la misericordia y el perdón para sus
pecados. Ojalá que la actitud en nuestra vida y en la vida de los que
formamos la Iglesia del Señor, pudiera ser ésta nuestra actitud, llena de
sencillez, de aceptación y de acogida que el Señor Dios nos da en su Hijo
Jesucristo.
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera sus comentarios en
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