Encuentros con la Palabra
Domingo Ordinario XXXI – Ciclo C (Lucas 18, 9-14)
(...) por considerarse justos, despreciaban a los demás”
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
Cuentan que un hombre que iba creciendo en su vida espiritual, llegó un momento en el
que se dio cuenta de que era santo... En ese mismo instante, retrocedió todo el camino
que había recorrido y tuvo que volver a comenzar desde cero. Cuando una persona va
trabajando intensamente en su proceso de crecimiento espiritual, tiene que cuidarse de
dos amenazas: la primera es perder la esperanza y pensar que nunca va a alcanzar la
meta. La segunda, no menos peligrosa, es pensar que ya llegó. Las dos situaciones son
igualmente nocivas. Ambas producen un estancamiento en el camino espiritual.
La parábola que Jesús nos cuenta este domingo, fue dicha para “algunos que, seguros de
sí mismos por considerarse justos, despreciaban a los demás”. Dice Jesús que “dos
hombres fueron al templo a orar: el uno era fariseo, y el otro era uno de esos que cobran
impuestos para Roma. El fariseo, de pie, oraba así: ‘Oh Dios, te doy gracias porque no
soy como los demás, que son ladrones, malvados y adúlteros, ni como ese cobrador de
impuestos. Yo ayuno dos veces a la semana y te doy la décima parte de todo lo que
gano’. Pero el cobrador de impuestos se quedó a cierta distancia, y ni siquiera se atrevía
a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho y decía: ‘¡Oh Dios, ten
compasión de mí, que soy pecador!” Dos actitudes que representan formas distintas de
presentarse ante Dios. La primera, del que se siente justificado y seguro; cree que su
comportamiento corresponde al plan de Dios; esta persona piensa que no necesita crecer
más; tal como está, merece el premio para el cual ha venido trabajando intensamente. La
segunda, del que se siente en camino, con muchas cosas por mejorar; se sabe
necesitado de Dios y de su gracia; se sabe incompleto, en construcción.
La conclusión de Jesús es que el “cobrador de impuestos volvió a su casa ya justo, pero
el fariseo, no. Porque el que a sí mismo se engrandece, será humillado; y el que se
humilla, será engrandecido”. Esta es la lógica del reino de Dios. Una lógica que contradice
nuestra manera de pensar. Hay que reconocer que es bueno ser conscientes de nuestros
avances y logros; ciertamente, es sano saber que nos comportamos bien y que nuestra
manera de obrar está de acuerdo con el plan de Dios. Todo esto coincide con una sana
autoestima, tan valorada recientemente por algunas corrientes psicológicas. Pero no
debemos olvidar que esta actitud puede llevarnos a perder de vista lo que nos falta por
avanzar en el propio camino espiritual; y, por otro lado, puede producir una actitud de
desprecio por aquellos que, por lo menos aparentemente, van un poco más atrás.
Por otra parte, si vivimos en la verdad, reconociendo nuestros propios límites, sabiendo
que no estamos terminados, tendremos siempre la alternativa del crecimiento; podremos
avanzar siempre más adelante. Cuando acogemos nuestra frágil humanidad, en toda su
complejidad de luces y sombras, y somos conscientes de nuestros defectos, comienza en
ese mismo momento a generarse el proceso de la sanación interior. No hay sanación que
no pase por el propio reconocimiento del límite. Esto supone mantener siempre activa la
esperanza para seguir caminando, aunque todavía sintamos que nos falta mucho para
llegar al final de nuestro crecimiento espiritual. Tan peligroso para nuestra vida es dejar de
caminar, como pensar, antes de tiempo, que ya llegamos.
* Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá
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