"¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!"
Lc 18, 19-14
Autor: Pedro Sergio Antonio Donoso Brant
Lectio Divina
1EN MI CORAZÓN NO ESTÁ NI SÓLO EL FARISEO NI SÓLO EL PUBLICANO
Nos sentimos siempre un tanto incómodos ante el pasaje evangélico del fariseo y del
publican o. Nos desagrada un poco que haya sólo dos protagonistas. Nosotros, en
efecto, no nos sentimos identificados con el fariseo, tan antipático en su actitud de
persona de bien que mira a todos los otros de arriba abajo —incluso a Dios, si fuera
posible—; sin embargo, tampoco nos identificamos con el publicano, porque es
difícil reconocerse tan odiosamente pecadores, aunque al final quisiéramos ser
«justificados» como él.
A decir verdad, hay un tercer personaje, presente en el relato, aunque invisible: somos
nosotros. Soy yo, el que ahora lee la parábola. En mi corazón no está ni sólo el
fariseo ni sólo el publicano, sino sucesivamente uno y otro, o bien ambos al mismo
tiempo. Está el deseo de ser una persona agradable a Dios, una persona que de vez
en cuando se cree superior a los otros; vienen, a continuación, momentos en los
que, por gracia, se me concede advertir qué lejos ando de los sentimientos de
Cristo, y, entonces, ya ni siquiera me atrevo a levantar los ojos al cielo. La vida
cristiana es, por tanto —como dice san Pablo—, una lucha, un combate, una carrera
para conseguir, con una imploración ince sante, llegar a ser dóciles y humildes,
llegar a tener en nosotros «los mismos sentimientos de Cristo Jesús», el cual no
vino a aplastarnos con su superioridad, sino a hacerse pobre, pequeño, incluso
pecado y maldito, para que nosotros pudiéramos ser justificados.
ORACION
Señor Jesús, tu mandamiento de amarnos como tú mismo nos amaste nos hiere el
corazón y nos hace des cubrir con dolor qué lejos andamos de habernos revestido
de tus sentimientos de misericordia y de humildad. Estamos hechos de tal modo
que conseguimos pecar incluso cuando nos dirigimos a tu Padre en oración. Ten
piedad de nosotros. Danos tu Espíritu bueno. Enséñanos a ponernos a la escucha de
su grito inexpresable, que es el único que puede llamar al Padre y obtener la
salvación y la paz para nosotros.