Comentario al evangelio del Lunes 28 de Octubre del 2013
Queridos amigos y amigas:
Dale Carnegie, experto en el arte de las relaciones humanas, afirma: “El propio nombre es para cada
persona la voz más dulce e importante de su idioma”. Llamar por el propio nombre a las personas es
mostrarles que merecen nuestra confianza, que tienen nuestro respeto, que pueden contar con nuestro
amor. Llamar a alguien por su nombre es reconocer su identidad más genuina. Es darle la vida.
En la antigüedad, y todavía hoy en las culturas primitivas, el nombre significa lo que en realidad es la
persona, o una cualidad -imaginaria o real- que el recién nacido tiene o que se desea que llegue a
poseer. En el libro del Génesis, se pone nombre a los seres y se les encomienda una tarea. En la Biblia,
el nombre no es algo convencional sino que quiere expresar el papel de un ser humano en el universo,
su misión, su porvenir.
¿Qué experimentarían los apóstoles -también Simón y Judas- al escuchar de labios del divino Maestro
su nombre? ¿Qué resonancias especiales pudo tener para ellos la llamada de Jesús para ser apóstoles?
La vocación de los apóstoles, recordada por la liturgia en este día, nos remite al momento de nuestra
propia vocación como seres humanos, como cristianos, como comprometidos con la causa de Jesús y
con la extensión de su obra.
¿Nos sentimos concernidos al escuchar nuestro propio nombre? ¿Qué resonancias (sentimientos,
sensaciones, impulsos...) reviste el simple recuerdo de ese momento especial en el que Jesús nos
llamó? ¿Hacia qué mayor y renovado compromiso de vida nos empuja?
C.R.