Comentario al evangelio del Jueves 31 de Octubre del 2013
Queridos amigos y amigas:
Las postales turísticas no representan bien lo que son las grandes ciudades. En ellas aparecen sus
anchas avenidas, sus parques señoriales, sus nobles edificios, sus grandes arterias que se entrecruzan y
luego se pierden por el enmarañado bosque de sus barrios periféricos... Pero las ciudades, sean grandes
o pequeñas, se identifican sobre todo por sus gentes. Ellas son las que otorgan calidad humana al
paisaje urbano. Gentes acogedoras, simpáticas, hospitalarias..., o lo contrario.
La ciudad de Jerusalén, en tiempos de Jesús, poseía el encanto de sus edificaciones, principalmente el
templo. En efecto, el templo había sido reconstruido y sólo contemplarlo producía fascinación: sus 180
columnas rematadas por capiteles corintios, sus numerosas puertas, atrios y, sobre todo, su santuario,
con una colosal fachada de 30 metros de altura, adornada con mármoles y placas de oro. A todo buen
israelita le entusiasmaba la idea de ir a Jerusalén, la ciudad santa. También a Jesús.
Pero Jerusalén no era sólo su templo. Lo eran sus habitantes. Y éstos, a juzgar por las palabras del
Señor, eran todo menos acogedores y dignos de confianza: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los
profetas y apedreas a los que se te envían!” (Lc 13, 34). Jesús profiere este lamento sobre Jerusalén y,
poco después, llora al ver la ciudad presagiando su ruina (cf. Lc 19, 41-44). Son lágrimas y lamentos
que le brotan del corazón porque la ama.
Que el Hijo de Dios llore y se lamente nos desvela su condición encarnada. Es un Dios hecho hombre
sensible. Ante una imagen tan humana del Hijo de Dios, ¿qué otra realidad -fuerza, poder maligno- de
este mundo o de cualquier otro podrá asustarnos?
Creo que tiene mucha razón el autor de la Carta a los Romanos al recordarnos hoy que nada
absolutamente podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús. Esto resulta de verdad
reconfortante. ¿O no?
C.R.