Queridos hijos e hijas de Dios, llamados por Dios a ser
santos,
Es un gran misterio: el pobre, el pequeño, es aquel que
verdaderamente podrá acoger el Reino de Dios y, por
tanto, llegar a ser feliz, bienaventurado.
El resumen de todas las bienaventuranzas podría ser:
Bienaventurados los pobres porqué podréis seguirme y
al seguirme encontraréis la felicidad.
En esta solemnidad recordamos, nos hacemos
presente, que miles, millones de personas, algunas
seguramente familiares nuestros, son santas, están en
el cielo, aunque no haya un proceso canónico que dé
constancia de ello.
Es bonito pensar que la mayor parte de personas que
hay en el cielo son gente sencilla del pueblo de Dios. .
Seguimos en línea con el contenido esencial que nos
comunicaba la parábola del fariseo y del cobrador de
impuestos; donde éste que es alabado por Jesús pide
compasión, se ve pecador, clama desde su pobreza
radical, desconfía de sí mismo, confía en Dios, en su
bondad y misericordia, se abandona en Dios... ¡Necesita
a Dios!.
Las bienaventuranzas van en esta línea.
“Bienaventurados los pobres de espíritu...
Bienaventurados los que lloran.... Bienaventurados los
mansos... Bienaventurados los que tienen hambre y sed
de justicia...”. Estas bienaventuranzas nos están
definiendo una tipología de persona, las
bienaventuranzas dibujan una manera de ser: el
bienaventurado se ve pobre, pequeño, con carencias,
necesitado de ayuda, necesitado de salvación, y esto, y
aquí está el “secreto”, le orienta a Dios, le abre a Dios,
lo espera todo de Dios, en Dios pone su confianza y
esto le hace bienaventurado, esto le hace feliz.
Hemos de contemplar las bienaventuranzas, la parábola
del Fariseo y del publicano, y llevarlas dentro de
nosotros para descubrir si ante Dios nos situamos
como pobres, pequeños, con carencias, necesitados de
ayuda, necesitados de salvación. Este mirar dentro de
nosotros es imprescindible, ineludible, porqué la
experiencia cristiana pone raíces en nuestra
interioridad. Mis homilías no sirven de nada, lo que
sirve es la recepción que vosotros hacéis de la homilía,
las acciones que hacéis para concretar, hacer
aterrizar, la homilía en vuestra vida.
bien, ser santos, pero no podemos, estamos
encadenados.
Situarnos como pobres ante Dios, es el único camino
para ser santos, porqué no nos hacemos santos, es Dios
quien nos hace santos, pero para que lo haga es preciso
presentarle nuestra radical indigencia: “Padre no
puedo, soy débil, no me salen bien las cosas, dame tu
gracia, tu Espíritu, tu fuerza. Compadécete de mí, que
soy un pecador.” Entonces, somos justificados,
santificados.
Dos caminos de salida para desencadenarnos:
• Todo lo que hemos dicho hasta ahora, presentar
nuestra indigencia al Señor, presentar nuestra falta de
libertad al Señor, y pedir que nos ayude a ser más
libres.
• Nos vamos haciendo libres en la medida que
amamos. La fuente de donde mana la libertad es el
amor a Dios y al prójimo. ¡Ama y serás libre!. San
Agustín: “Ama y haz lo que quieras”.
A parte de esta actitud ante Dios, hace falta otra cosa
para ser santos y ésta es más difícil de conseguir; la
libertad. ¿Por qué queremos muchas veces hacer las
cosas bien, de otra manera, y no podemos? Porqué no
somos libres, nos encadenan las rutinas, nos encadenan
las maneras de hacer de siempre, nos encadenan las
pasiones, nos encadenan los pecados veniales
consentidos, nos encadenan maneras de ser, nos
encadenan pensamientos recurrentes negativos, etc.
Este doble amor (Dios/prójimo) ha de ser nuestra
pasión central (vocabulario ignaciano). Una vida vale lo
que vale su pasión central... Quizás amemos poco, no
pasa nada, hay un camino muy fácil para amar más:
desear amar más a Dios, desear amar más al prójimo.
Trabajemos este deseo, avivémoslo, hagámoslo crecer,
de manera que se alce la llama de una poderosa pasión
central que sea capaz de reorganizar nuestra vida y
nuestros deseos.
Hay tantas cosas que encadenan nuestra libertad.
Nuestro problema, muchas veces, es éste: no somos
libres. Quisiéramos hacer el bien, hacer siempre el
El amor nos hace libres, amar nos hace libres, pero
¿cómo podemos amar más? Es preciso avivar en
nosotros el deseo de amar a Dios y al prójimo. Desear
amar más a Dios y al prójimo es ya amarlos más. Y este
doble amor rompe todo aquello que nos encadena.
Deseemos amar a Dios y al prójimo como Jesús les
amó.