TRIGÉSIMO SEGUNDO DOMINGO ORDINARIO C
(II Macabeos 7:1-2.9-14; II Tesalonicenses 2:16-3:5; Lucas 20:27-38)
El doctor Loren Eisley era un paleontólogo. Eso es, estudió los restos de seres
vivientes desde edades pasadas para entender mejor la vida actual. En un libro el
doctor Eisley escribe cómo solía salir al campo durante el otoño cuando diferentes
entes biológicos mueren para averiguar la naturaleza. Dice que en la muerte las
plantas y los animales deshojan de sus cubiertas y revelan sus estructuras.
Dándonos cuenta de esto, que reflexionemos sobre la muerte humana para conocer
mejor nuestra naturaleza.
Se dice que la muerte es un misterio. Eso es, no se puede comprenderla
completamente porque ninguna persona viva la ha experimentado. No obstante, se
puede decir algunas cosas acerca de la muerte. La muerte resulta en la corrupción
del cuerpo, que es completamente necesario para la vida en la tierra. Por eso,
todos temen la muerte aunque algunos tienen la valentía a desafiarla por un bien
mayor que el yo. Se puede decir algunas cosas positivas de la muerte también.
Poniendo un límite en la existencia, la muerte mueva a mujeres y hombres a
cumplir sus proyectos. Si no fueran a morir, muchos demorarían en todo diciendo
que van a hacer las tareas en la mañana. Así la muerte espolea a la gente a tener
familias. Pues tener a hijos es un modo a superar las fuerzas de corrupción por
dejar atrás una semejanza de sí mismo. Para nosotros cristianos la muerte
también proporciona la esperanza. Creemos que vamos a encontrar en su cuerpo a
Jesús, el cumplimiento de todos deseos legítimos, cuando terminemos la vida
natural.
En el evangelio hoy los saduceos se acercan a Jesús con una pregunta sobre la
resurrección de los muertos. Su intención no es limpia. Eso es, su pregunta tiene
una azuela que puede pescar a Jesús si no tiene cuidado. Aferrando la Ley – las
primeras cinco escrituras del Antiguo Testamento – como las únicas inspiradas por
Dios, los saduceos rechazan las referencias a la resurrección en las otras escrituras
como la de los Macabeos de que hemos escuchado en la primera lectura hoy.
Ahora quieren hacer a Jesús aparecer tonto con la farsa de una mujer casándose
con siete hermanos seguidos cada cual falleciendo después del matrimonio.
Preguntan a Jesús de cuál hermano será casado en la vida eterna.
Jesús contesta a los saduceos en una manera que no sólo les alumbra la Ley sino
también responde a una obsesión de nuestro tiempo. Les cuenta que la Ley que
aferran da testimonio a la resurrección de la muerte cuando llama a Dios como
“Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. La implicaci￳n – ciertamente
sutil pero no obstante verdadero -- de esta expresión es que Abraham, Isaac, y
Jacob son entes vivientes o al menos esperando la resurrección de la muerte. Si
no, Dios no puede ser su Dios.
También les dice Jesús que en la resurrección de la muerte no hay casamiento y,
por lo tanto, no hay la intimidad sexual. Muchos entre nosotros quieren preguntar
ahora: “¿Si no hay sexo en la eternidad, c￳mo puede ser una experiencia de la
dicha absoluta?” Pero personas verdaderamente sabias saben que la mayor
felicidad para la gente con conciencia desarrollada no proviene de la satisfacción de
los apetitos sensuales sino del cumplimiento de los apetitos espirituales. Eso es, la
gente que conoce el valor de la vida saca más satisfacción cuando ve el éxito de
proyectos por los cuales ha hecho sacrificios que las cosas de que ha recibido sólo
un placer físico. Por esta razón los padres sienten más alegría viendo a su hijo o
hija actuando como un adulto responsable y honrado que tuvieron del acto de
concebirlo. Asimismo el hombre que ha cuidado a su esposa con Alzhéimer por
a￱os sin ninguna relaci￳n íntima puede decir con honestad, “Le ama más ahora que
en el día de nuestro matrimonio”.
En el principio del evangelio de Lucas el santo hombre Simeón llama a Jesús “luz de
las naciones”. Es luz porque sus ense￱anzas brillan como un reflector indicándonos
el camino a través de la vida. Pero sobre todo es luz porque su resurrección
alumbra el misterio de la muerte. Muestra que nuestro destino es la gloria con Dios
para siempre. Por la resurrección de Jesús nuestro destino es la gloria.
Padre Carmelo Mele, O.P