XXXII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
Jesús nos habla de la resurrección a la vida eterna
«Se le acercaron algunos de los saduceos los cuales niegan la
resurrección, y le preguntaron: «Maestro, Moisés nos dejó escrito
que si el hermano de uno muere dejando mujer, y éste no tiene
hijos, su hermano la tomará por mujer y dará descendencia a su
hermano. Pues bien, eran siete hermanos; el primero tomó mujer y
murió sin hijos, y lo mismo el siguiente; también el tercero la tomó
por mujer; los siete, de igual manera, murieron y no dejaron hijos.
Finalmente murió la mujer. Ahora bien: en la resurrección, la mujer
¿de quién será esposa? Porque los siete la tuvieron como esposa».
Jesús les dijo: «Los hijos de este mundo toman mujer o marido; sin
embargo, los que sean dignos de alcanzar el otro mundo y la
resurrección de los muertos, no tomarán ni mujer ni marido. Porque
ya no podrán morir otra vez, pues son iguales a los ángeles e hijos
de Dios, siendo hijos de la resurrección. Que los muertos
resucitarán lo mostró Moisés en el pasaje de la zarza, cuando llama
al Señor Dios de Abrahán, y Dios de Isaac y Dios de Jacob. Pues no
es Dios de muertos, sino de vivos; todos viven para El». Tomando la
palabra algunos escribas dijeron: «Maestro, has hablado bien». Y ya
no se atrevían a preguntarle más» (Lucas 20,27-40).
1. Los saduceos, colaboracionistas con los romanos, mandaban en Judea.
No admitían más autoridad doctrinal que el Pentateuco (los 5 libros
atribuidos a Moisés), y negaban la resurrección de los cuerpos (cf Hch
23,8). Cuentan a Jesús una historia extraña, sobre lo dispuesto por la
llamada ley de "levirato" (Dt 25,5s; Gn 38,8): una mujer queda viuda sin
hijos, y el hermano del difunto la toma para dar descendencia a su
hermano. Y preguntan: “ Ahora bien: en la resurrección, la mujer ¿de
quién será esposa? Porque los siete la tuvieron como esposa»”.
“Jesús les dijo: «Los hijos de este mundo toman mujer o marido; sin
embargo, los que sean dignos de alcanzar el otro mundo y la
resurrección de los muertos, no tomarán ni mujer ni marido”. Esto
ha sido interpretado muchas veces en el sentido de que en el cielo no se
conserva el vínculo del matrimonio, que es sólo “hasta que la muerte les
separe”. No dice eso Jesús. En los sagrados libros no se dice nunca que la
existencia futura de los resucitados sea exactamente igual que la vida
terrena. Además Dios es poderoso para resucitar a los muertos y acabar
con la necesidad de la procreación para asegurar la supervivencia de la
humanidad una vez glorificada. Que la vida de los resucitados sea como la
de los ángeles no quiere decir, sin embargo, que no puedan tener cuerpo
sexuado. Sólo se quiere excluir la necesidad de la procreación y afirmar la
libertad de todas las necesidades a las que se ven sometidos los hombres
en la tierra. Yo me imagino un amor que no implica la posesión de una
cierta exclusividad, algo así como el amor de una madre que puede querer
con locura a los hijos, cada uno como si fuera único… pero en el cielo no se
pierden, en cualquier caso, las cosas buenas de la tierra, y el amor sobre
todo.
La fuerza del argumento de Jesús está en que cita el Pentateuco, lo que
ellos aceptan como Palabra de Dios. Pero sobre todo nos dice que es un
Dios de vivos, que no morimos para la vida eterna: “ Porque ya no podrán
morir otra vez, pues son iguales a los ángeles e hijos de Dios,
siendo hijos de la resurrección. Que los muertos resucitarán lo
mostró Moisés en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor Dios
de Abrahán, y Dios de Isaac y Dios de Jacob. Pues no es Dios de
muertos, sino de vivos; todos viven para El»”.
Desde Daniel (12,2-3) y otros libros nacidos precisamente en un ambiente
de martirio, donde se revela la resurrección de la carne, era más o menos
aceptada en los círculos religiosos esa verdad. Los fariseos la admitían (cf
Hech 23,8). Jesús la explica revelando plenamente esa maravilla, ese don
misericordioso de Dios.
La respuesta de Jesús va también a corregir a los fariseos, que concebían la
resurrección en términos supersticiosos, materiales: la vida de los muertos
no entra dentro de los esquemas de este mundo presente; es una vida
distinta, porque es divina y eterna; podría compararse con la de los
ángeles.
El mundo pagano del helenismo no aceptaba la resurrección de los muertos;
el cuerpo es la prisión del espíritu y la salvación consiste precisamente en
liberarse de él. El pensamiento helenista es fundamentalmente dualista y
prefiere hablar de "inmortalidad", no de resurrección. Esto representa una
diferencia primaria y sustancial respecto al pensamiento judío. Esto ha
vuelto en el tercer milenio en diversas formas de explicación parecida donde
el cuerpo es un vestido que se deja hacia una espiritualización progresiva
del alma, que aprende, quizá, con sucesivas vidas… Jesús nos explica que
también el cuerpo es glorificado.
La reflexión griega busca la razón de la inmortalidad en el hombre mismo:
en el hombre hay un elemento espiritual, incorruptible, capaz, por su propia
naturaleza, de sobrevivir al cuerpo corruptible. Esto está bien. Pero además
está la "resurrección", volver al cuerpo, pero no significa, de ninguna
manera, una prolongación de la existencia actual. La resurrección no es la
reanimación de un cadáver. Es un salto cualitativo. Por eso precisamente
distingue con cuidado la vida futura de la presente. Los griegos tienen
profundamente razón al mostrarse insatisfechos de esta existencia y de sus
limitaciones; no tendría ningún sentido volver a esta vida y prolongarla.
Es una nueva existencia, en la que todo el hombre entra, no solamente el
espíritu. El evangelio habla de "resurrección", no de inmortalidad. La
comunidad cristiana pone la solidez de las palabras de Jesús por encima de
la cultura de los griegos. No busca la razón de la resurrección en los
elementos del hombre, sino que la hace remontar a la fe en el Dios vivo. La
promesa de Dios nos asegura que toda la realidad de la persona entra en
una vida nueva y, precisamente porque entra en esa vida nueva, dicha
realidad queda transformada (Bruno Maggioni).
2. « Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera
que Dios mismo nos resucitará ». El martirio de los siete hermanos del
que se informa en la primera lectura, contiene también el primer testimonio
seguro de la fe en la resurrección (junto a los textos paralelos de Daniel,
que son por situaciones históricas similares: el sacrificio martirial viene de
esa fe, y produce entrega alrededor). Los hermanos son cruelmente
torturados -son azotados sin piedad, se les arranca la lengua, la piel y las
extremidades-, pero, ante el asombro de los que los torturan, ellos soportan
todo esto aludiendo a la resurrección, en la que esperan recuperar su
integridad corporal. Dios les ha dado una «esperanza» que nadie puede
quitarles, mientras que los miembros que han recibido del cielo y que les
han sido arrancados, podrán recuperarlos en el más allá. Es el cielo para
siempre, aunque haya una pena pasajera. Rezamos con el salmista:
Señor, escucha mi apelación, atiende a mis clamores, presta oído a
mi súplica, que en mis labios no hay engaño. Mis pies estuvieron
firmes en tus caminos, y no vacilaron mis pasos. Yo te invoco
porque tú me respondes, Dios mío, inclina el oído y escucha mis
palabras. A la sombra de tus alas escóndeme. Yo con mi apelación
vengo a tu presencia, y al despertar me saciaré de tu semblante ”.
3. « Hermanos, rezad por nosotros ». En la segunda lectura se nos
promete -como a los hermanos mártires de la primera- «consuelo
permanente y una gran esperanza»; pero se nos promete además, ya en la
tierra, una comprensión de la fecundidad espiritual. Esta procede de Cristo y
la Antigua Alianza todavía no la conoce. Los hombres que «esperan»
firmemente la vuelta de Cristo y la resurrección, los hombres cuyo corazón
ama a Dios y reciben de Dios « la fuerza para toda clase de palabras y
de obras buenas », pueden ya desde ahora mediante su oración de
intercesión participar en la fecundidad de Dios; el apóstol cuenta con esta
oración « para que la palabra de Dios siga su avance glorioso » y poder
así poner coto al poder « de los hombres perversos y malvados ». La
oración cristiana es como una esclusa abierta por la que las aguas de la
gracia celeste pueden derramarse sobre el mundo (von Balthasar).
Si quiero llegar a ser hijo de Dios en el cielo, he de escoger el camino que
me hace hijo de Dios en la tierra: el camino cristiano. Jesús, sólo si
adquiero en la tierra la dignidad de hijo de Dios me reconocerás como hijo
en la hora de la resurrección de los muertos. Y esa dignidad no se compra
con dinero ni se consigue a base de esfuerzo humano exclusivamente. Esa
dignidad la concede el Bautismo, pues me abre a la gracia sobrenatural que
me das principalmente con los Sacramentos, y también con la oración y las
buenas obras (P. Cardona).
Dicen los psicólogos que la frustración, el bloqueo de las aspiraciones
humanas, está en la raíz de toda agresividad. Yo pienso que también el
resentimiento que genera esta vida vacía sin ideales, sin vivir de acuerdo
con ellos. Los sociólogos apuntan como factor de violencia el desencanto, el
callejón sin salida al que se ven abocadas las expectativas alumbradas en el
sistema. La frustración –me parece que también el resentimiento- vendría a
ser como la parte sumergida del enorme iceberg que llaman desencanto.
Crecen las expectativas en nuestra sociedad, pero falsificando la esperanza,
y crece el número de insatisfechos. Crecen las frustraciones, crece el
desencanto, crece la violencia, hay menos razones para vivir, falta una
razón para vivir. El hombre se siente roto interiormente, también la mujer
(Eucaristía 1988/52).
María, como madre de todos los cristianos, quieres tener mucha
descendencia: quieres que todos los hombres reconozcan a Dios como
Padre y a tu Hijo como Señor de cielo y tierra. Muéstrate siempre como
madre fecunda y atrae a los hombres a la fe. Ayúdame a formarme bien,
con claridad de buena doctrina y pureza en el corazón, para que siga con
fidelidad los pasos de tu Hijo, y ayude a muchos otros para que «sean
dignos de alcanzar el otro mundo y la resurrección de los muertos.»
Llucià Pou Sabaté