XXXII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C
Hijos de Dios y de la Resurrección
Estamos terminando el año litúrgico y la Palabra de Dios de este domingo se centra
en el tema de la resurrección, del cual se abordan dos cuestiones, primero, si hay
resurrección y, segundo, de qué manera se producirá. El texto del Antiguo
Testamento defiende que vale la pena morir a manos de los hombres cuando se
espera que Dios mismo nos resucitará (2 Mac 7,1-2.9-14) y el evangelista Lucas
confirma que Dios no es Dios de muertos sino de vivos (Lc 20, 27-38) y por ello los
hijos de la resurrección ya no pueden morir.
En el evangelio el partido conservador saduceo plantea a Jesús el problema de la
resurrección de los muertos en la que no creen, como si la vida eterna fuera una
prolongación sin más de la vida terrena. No está lejos de ese planteamiento a veces
nuestra mentalidad acomodada, conservadora y banal cuando pensamos en el más
allá y lo imaginamos como la prolongación del bienestar que aquí disfrutamos.
Jesús nos descoloca con su respuesta, pues la resurrección marca una ruptura
cualitativa y definitiva con esta vida a través de la muerte. El Dios de vivos,
al resucitarnos, nos introducirá en una nueva vida , con nuevas relaciones
humanas y con una intimidad transformada, no determinada ya por los vínculos
afectivos que mantienen dependencias, sino redimida y liberada para vivir en el
amor en todo su esplendor divino . De esta realidad apocalíptica de la vida
eterna se deriva la gran esperanza cristiana que nos permite estar muy vivos, como
resucitados, incluso en la muerte y en la persecución. Al creer en Dios somos hijos
suyos nacidos de la resurrección.
Esta esperanza en la resurrección queda patente en el segundo libro de los
Macabeos que nos cuenta una historia ejemplar vivida por una familia judía en el
siglo II a. C. (2 Mac 7,1-14) . En medio de la persecución contra el judaísmo
decretada por Antíoco IV Epifanes aparece la figura relevante de esta familia, una
madre con siete hijos, a los cuales fueron castigando, torturando y asesinando por
un único motivo: permanecer fieles a su fe en el Dios de la vida. Todos los hijos,
uno por uno, y al final la madre, resisten hasta el fin en el cumplimiento personal
de los compromisos adquiridos como pueblo de Dios que vive de la Alianza. Ellos
entregaron su vida con una valentía insólita, con la libertad que da vivir en la
verdad, por fidelidad a su Dios y con la esperanza inquebrantable en la
resurrección. En esta historia lo importante no es la ley que prohíbe comer carne
de cerdo, ni el desprecio de tal norma por parte del tirano, sino la valoración que
esa ley histórica tiene para aquella familia creyente. Para todos sus miembros esa
prohibición representa la voluntad de Dios, y a ese Dios es a quien permanecen
fieles en su testimonio. Ni el miedo lógico a perder la vida, ni las diversas
propuestas de felicidad hechas por el rey al más joven de los siete, prometiéndole
la satisfacción de sus necesidades, dinero y poder, lograron apartar a ninguno de
ellos de la fidelidad a su Dios, vivida, transmitida y sostenida ejemplarmente
también por la madre. La exhortación de ésta a cada uno de sus hijos para que den
testimonio se convierte en algo verdaderamente épico. Todos los hijos entregan
su vida con la esperanza de la resurrección.
El valor testimonial de la vida en la fidelidad a los compromisos adquiridos tiene
toda la fuerza de la autenticidad y de la coherencia. Es una fuerza espiritual capaz
de enfrentarse y sobreponerse a toda adversidad. Más allá del fracaso aparente de
aquellos jóvenes torturados hasta la muerte queda su testimonio inquebrantable,
que trasciende la muerte. Son testigos del Dios de la vida. Para quien ha
entregado su vida con un sentido testimonial el sacrificio no es un
fracaso. Para el que no triunfa en este mundo pero se ha jugado la vida en una
causa digna y libremente asumida queda la grandeza del testimonio. Pero además
aquella familia creía en la resurrección. Y esa fe convertía su testimonio en un canto
a la vida, cuyo ritmo iba marcándose con la muerte de cada uno de ellos.
En los evangelios sinópticos los saduceos plantean burlonamente a Jesús la
cuestión de la resurrección (Lc 20,27-38) y recurren a un hecho ficticio, basado en
una ley del Antiguo Testamento, la ley del levirato . Esta ley antigua prescribe que
la viuda de un hombre fallecido sin tener hijos se case con su cuñado, el hermano
del difunto, de modo que éste pueda tener descendencia a través de su hermano,
garantizando así la continuidad del apellido familiar. En el caso planteado siete
hermanos van muriendo sin hijos cumpliendo la ley del levirato. La pregunta final
es ¿de quién será esposa esta mujer en la resurrección, si ha estado casada con los
siete?
Jesús afirma abiertamente la resurrección de los muertos gracias a la
intervención del Dios de la vida, que quiere la vida de todos los seres humanos y
reprueba la muerte injusta de las víctimas inocentes de la historia. En su respuesta
Jesús sostiene que e l Dios de vivos, al resucitar al ser humano, lo introducirá
en una nueva vida en la que se romperán las coordenadas del tiempo y del
espacio y se verán transformadas rotundamente las relaciones
humanas, incluidas la intimidad y la afectividad.
Por ello de la fe firme en la resurrección emanan nuevas formas de vida, a veces
incomprensibles e inimaginables en nuestros contextos sociales de vida
confortable y acomodada. Así por ejemplo, el celibato libremente elegido por
causa del evangelio, la audacia de los mártires de la justicia, la entrega
generosa a los últimos de este mundo en todos los voluntariados altruistas,
la solidaridad con los que más sufren, la dedicación gratuita a los enfermo s,
la honradez de los justos, la fidelidad de los que resisten y la fortaleza de los
que se enfrentan al mal apostando siempre por la vida son señales más que
evidentes de la potencia, no sobrehumana, pero sí espiritual, que conlleva la fe en
la resurrección, que Lucas destaca diciendo que los que son dignos de la
resurrección son cuasiángeles, hijos de Dios y de la resurrección.
Este talante humano, admirable en cualquiera de sus manifestaciones y propio de la
fe auténtica, no es, sin embargo, patrimonio exclusivo de nadie, es un don del Dios
de la vida a todo ser humano que, independientemente de su confesión religiosa,
sienta en su interior el anhelo de una sociedad más justa e igualitaria, luche
abiertamente contra quienes generan y aceleran la muerte de seres humanos
inocentes, y trabaje incansablemente por la vida digna y libre de toda persona
humana. Pero además de esa capacidad humana l a fe en la resurrección se
convierte en el hontanar sin fondo del que brota la regeneración
permanente de la esperanza viva .
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura