XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C .
EL FIN DEL MUNDO
Padre Pedrojosé Ynaraja
Nos acercamos al final del año litúrgico, que este año tendrá singular sentido, al
acabar también el Año de la Fe. Apresuradamente nos debemos examinar y
preguntarnos con sinceridad: durante este tiempo ¿he crecido personalmente en
esta virtud?. Que cada uno se califique y no se desanime, tendrá posibilidad de
nuevas convocatorias. Que no es imposible que crezca en ella de sopetón un día,
como le ocurrió al ladrón que ajusticiaron junto a Jesús.
Pero, antes de proseguir en contenidos importantes, cabe hacer alguna precisión
respecto al lugar donde acontece el encuentro y discurso del Señor, que nos
describe el fragmento evangélico del presente domingo.
Legítimamente os podéis preguntar ¿no dijo Jesús que no quedaría de aquel
templo, piedra sobre piedra? ¿qué son, pues, estos muros que vemos por TV, ante
los cuales rezan actualmente muchos piadosos judíos?.
En una colina se asentaba un pueblo jebuseo que conquistó el rey David. Junto a
ella se levantaban otras semejantes. Su hijo Salomón marcó un perímetro
rectangular que envolvía unos cuantos cerros, sobre el cual edificó gruesas y altas
murallas. Lo rellenó todo hasta conseguir una gran explanada. A partir de esta
superficie se elevó el edificio más sagrado. Posteriormente, el rey Herodes el
Grande, ensanchó la superficie. Lo hizo a expensas de grandes bloques, algunos de
siete metros de anchura, o tal vez más. No puedo precisaros ahora, mis queridos
jóvenes lectores, la altura de la pared, pero estoy seguro que deciros que desde el
terreno firme hasta la cúspide podían alcanzar los 50 metros no será un disparate.
Para llegar a esta gran plataforma fue preciso edificar algunos arcos-escalinatas. El
muro occidental (mal llamado de los lamentos por gente no judía) permanece
idéntico. Otros precisaron algo así como arcadas con escalones en su superficie de
arriba, de las que se conservan impresionantes restos. Eran las estructuras que
facilitaban la entrada, los fragmentos que quedan hoy, reciben el nombre de
Wilson uno, y de Robinson el otro, por los arqueólogos que los descubrieron e
interpretaron.
El Maestro y su gente estaban en esta gran superficie, a la vista de las
edificaciones que deberíamos llamar con propiedad el Santuario, su belleza y
esplendor eran enormes. También su rica ornamentación. Es de estas
construcciones de las que anuncia que no quedará piedra sobre piedra. Y así ha
sido. El historiador Flavio Josefo cuenta como se incendió todo. El ejército romano
acaparó rico botín que recuerda el arco de Tito, junto al Foro de Roma, en un
relieve. Hoy en día se levantan allí las dos grandes mezquitas, la de la Roca y la de
Al-Aqsa, a cual más bella. También otras edificaciones, mezquita de la cadena,
arcos del Juicio final, museo etc.
Se destruyó el Templo, pero no se aniquiló la Fe cristiana. Ya lo había dicho el
Señor a la samaritana, « Créeme, mujer, que llega la hora en que, ni en este
monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Pero llega la hora (ya estamos en ella)
en que los adoradores verdaderos, adorarán al Padre en espíritu y en verdad,
porque así quiere el Padre que sean los que le adoren.(Jn 4,21ss).
La descripción de catástrofes que ocurrirán, se repiten periódicamente. No es
importante saber qué año se acabará la historia del hombre en la tierra. Lo
primordial es estar preparado para el instante de nuestro propio y personal final.
Importa, eso sí, que las contradicciones no nos trastornen. Enemigos de nuestra
Fe, persecuciones y castigos, hubo y habrá muchos. Hay que pedir y confiar que
tendremos, que obtendremos, que gocemos de fortaleza, para enfrentarnos a ellos.
Anuncia que sufriremos persecución por parte de padres, familiares y amigos. Sin
que lo mencione explícitamente, hay que suponer que piensa también en superiores
jerárquicos. Os lo digo, mis queridos jóvenes lectores, porque resulta de gran
incomodidad y enojo, rezar al Señor que nos libre de los que nos hieren o
perjudican, reconociendo con sinceridad, que son por otra parte, superiores
nuestros. Estas circunstancias nos sumergen en la paradoja cristiana en la que
tantas veces estamos implicados.
Hay que ser prudentes, quizá tener miedo por prudencia, nunca terror, que sería
falta de Amor y Esperanza.