Solemnidad. La Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María
La Purísima Concepción
Este año el segundo domingo de Adviento coincide con el día de la Purísima
Concepción de la Virgen. En este día la Iglesia celebra el misterio de la Inmaculada
Concepción de María, que fue formulado como dogma por Pio IX y proclamado
como tal en 1854: “Definimos, afirmamos y pronunciamos que la doctrina que
sostiene que la Santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de
culpa original desde el primer instante de su concepción, por singular privilegio y
gracia de Dios Omnipotente, en atención a los méritos de Cristo-Jesús, Salvador del
género humano, ha sido revelada por Dios y por tanto debe ser firme y
constantemente creída por todos los fieles”.
Este es uno de los dogmas que proclama lo que la Iglesia reconoce, vive y celebra
en María anunciando que ella es el mejor canto de gracia para gloria de Dios. Tanto
éste como los demás dogmas marianos, el de la asunción gloriosa de la Virgen, la
maternidad divina y la virginidad permanente de María, tienen su fundamento
bíblico y expresan diferentes aspectos de la plenitud de la gracia en María,
poniendo de relieve su esplendor desde su origen hasta su destino último, así como
las facetas esenciales de su identidad como madre y virgen. Todo eso se ha
expresado en términos que querían recoger con categorías antropológicas propias
de la época en que se formula cada uno de ellos, a veces en forma negativa, lo que
en el Evangelio de Lucas está plasmado en una palabra única, pregnante y
sumamente positiva, en un verbo muy singular del Nuevo Testamento,
prácticamente inventado por el evangelista, el verbo “agraciar”; éste significa llenar
con colmo a una persona del favor, del amor y de la vida de Dios.
Nosotros nos recreamos en esa palabra del ángel a María cuando la invocamos
como la “llena de gracia”. Pero podemos matizar que no se trata de un adjetivo
(“llena”) sino de un verbo (jaritoun) en forma participial pasiva y con el aspecto de
perfecto (kejaritomene), lo cual implica que se trata no tanto de una cualidad sino
de una acción de Dios en María, una acción realizada ya y permanentemente
presente en ella, afectando a todas las realidades y facetas de su existencia, de
modo que no sólo es la llena de gracia, sino la “llenada de gracia”, la “agraciada en
plenitud” de parte de Dios y por eso tiene la “gracia colmada”, porque Dios se ha
encariñado con ella, la ha acariciado y la ha agraciado, convirtiéndola para todo ser
humano en manifestación plena de amor, de bondad, de belleza y de fidelidad. Se
trata de una acción sumamente positiva de Dios en María, que Y su gracia ha
consistido en haber sido elegida y destinada por Dios para que, dejándose
impregnar por el Espíritu Santo, engendrara y diera a luz al Salvador. El Concilio
Vaticano II proclama así la gloria de la primera redimida: “Redimida de modo
eminente, en previsión de los méritos de su Hijo, y unida a El con un vínculo
estrecho e indisoluble, está enriquecida con la suma prerrogativa y dignidad de ser
la Madre de Dios Hijo, y por eso hija predilecta del Padre y sagrario del Espíritu
Santo” (LG 53)
Sin embargo la fiesta dedicada a María tiene para nosotros, los creyentes,
consecuencias extraordinarias, pues esto que en María es un canto definitivo de
toda su vida, es también ya para nosotros una realidad en medio todavía de las
vicisitudes históricas de nuestra existencia. En la carta a los Efesios se hace
extensivo ese derroche de gracia, con el mismo verbo “agraciar” (Ef 1,6), también a
todos los creyentes, de modo que sintiéndonos elegidos antes de la creación del
mundo y destinados a vivir como hijos del Padre, participemos de la inmensa
alegría de haber sido colmados de gracia por el Hijo y en el Hijo. En efecto, conocer
a Cristo, seguir sus pasos y orientar nuestro futuro según el suyo, es para
sentirnos, como María, verdaderamente dichosos y tocados definitivamente por la
gracia de Dios, siempre y sólo por medio de Jesucristo y por los méritos de su
muerte y resurrección.
Para vivir esta realidad el único requisito es la fe activa. La palabra “Amén” podría
sintetizar esa actitud de fe, tal como María refleja al decir: “Hágase en mí según tu
palabra”. La fe tiene dos componentes esenciales y complementarios: por una
parte, la fe significa fiarse, confiar, creer en el otro y en su verdad, y al mismo
tiempo, la fe comporta estar firme y permanecer activo en la verdad, saber
aguantar y perseverar con fidelidad en las propias convicciones. Esa fe es la que se
expresa en la palabra hebrea no traducida: Amén . Por su fe, la Virgen María creyó
en la palabra del Señor, se abrió al plan de Dios sobre ella y sobre la historia
humana y permaneció siempre fiel a su palabra.
El mensaje de la fe se carga de esperanza y de alegría al unirnos en el tiempo del
adviento al amén de María. De este modo los creyentes podemos convertirnos,
como ella, colmados de la gracia divina por medio de Cristo, en testigos vivos del
amor y de la paz en medio del egoísmo y la violencia que impera en nuestro
mundo, y en artífices de un mundo de justicia, de bondad y de belleza en el
contexto de injusticia y de maldad que tantas veces nos abruma. Hoy estamos
llamados a sentirnos colmados de la gracia de Dios y servidores gozosos del
Evangelio como la Virgen María para hacer de nuestras vidas un canto de alabanza
a Dios.
Si queremos prepararnos bien para la Navidad, sólo tenemos que escuchar la
Palabra fecunda del Evangelio, que, como a María, nos llena de alegría y de gracia,
debemos acoger la promesa del Reino de Dios que viene con el Mesías, sabiendo
que para Dios nada hay imposible, y hemos de decir siempre Amén a la nueva
presencia de Dios en la historia, en los crucificados, en los pobres, en los
marginados, y especialmente en los niños que sufren, pues todos ellos son el
verdadero y nuevo rostro de Dios en este mundo. Con la venida de Jesús, el Hijo de
Dios, María y la humanidad entera han sido colmadas de gracia. Muchas
felicidades.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura