LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE SANTA MARÍA VIRGEN
DOMINGO II DE ADVIENTO (A)
Homilía del P. Abad Josep M. Soler
8 de diciembre de 2013
Gén 3, 9-15.20; Rom 15, 4-9; Lc 1, 26-38
Todas las antiguas Escrituras se escribieron para enseñanza nuestra, de modo que
entre nuestra paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la
esperanza , decía el fragmento de la carta de San Pablo que hemos leído.
La palabra esperanza , hermanos y hermanas, nos viene enseguida al pensamiento y
los labios cuando hablamos del adviento. Este año, el segundo domingo de este
tiempo litúrgico, coincide con la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen
María; es decir, la celebración del inicio de su existencia personal toda llena de la
gracia de Dios. Tratemos, pues, de aplicar las palabras de San Pablo a los demás
fragmentos de la Escritura propios de la solemnidad de hoy porque fueron escritos
para instruirnos , para que encontremos consuelo y nos hagan firmes manteniendo la
esperanza .
La primera lectura nos presentaba en imágenes un drama que abarca toda la historia
humana y que atraviesa, también, nuestro interior. En la escena del pecado de Adán y
Eva está descrita la lucha entre el ser humano y las fuerzas del mal y de la muerte. En
esta lucha, el texto del Génesis nos presenta al hombre que no se fía de Dios, que
tiene miedo de que Dios le limite la libertad y tome algo de su existencia. El hombre no
quiere que la relación con Dios le cree una dependencia (cf. Benedicto XVI, Homilía
12/8/2005). Quiere vivir en plenitud su vida, quiere hacerse dios para gobernar el
mundo según sus criterios, quiere ser la propia luz de sus pasos, y hasta piensa que
con sus fuerzas encontrará la juventud perpetua y vencerá la muerte. Haciendo esto,
sin embargo, el ser humano no encuentra la vida, ni la plenitud de su existencia. Se
encuentra un una situación de máxima desnudez, experimenta su debilidad, el dolor y
la muerte, y la incapacidad de salir de esta situación. Todos tenemos la tentación de
pensar que pactar un poco con el mal tiene cosas buenas, de pensar que hace bien
reservarnos un espacio de libertad al margen de Dios (cf. ibídem). Pero no es así,
basta mirar en nuestro interior y en nuestro entorno, basta mirar la historia humana
para ver qué pasa cuando se prescinde del plan de Dios, pues sólo desde él podemos
ver en profundidad el sentido y la medida de las cosas.
Aunque en la narración del libro del Génesis encontramos a Adán y Eva como
prototipo de la humanidad hundida en el mal y en la muerte e incapaz de salir
adelante, al final del relato es anunciada la futura victoria del bien. En medio de la
situación dramática, Dios ofrece al ser humano una salida para que encuentre la
felicidad y supere todo tipo de mal y de dolor, para que supere la muerte. Le hace un
anuncio esperanzador: la descendencia de la mujer un día saldrá vencedora y
aplastará la cabeza del mal y de la muerte, y ofrecerá la liberación integral al ser
humano. Será, tal como acabamos de escuchar en el evangelio, el linaje de María. La
suerte de Adán y Eva, la suerte de la humanidad, es cambiada por María. La
desconfianza ante Dios y la desobediencia a su Palabra es cambiada por la
obediencia libre y confiada de María. Ella, obedeciendo la voluntad de Dios y
accediendo a acoger la Encarnación del Hijo de Dios, se convierte en la auténtica
madre de todos los que viven por la gracia de Jesucristo.
Teniendo ante sí la obediencia de María, Cristo restaura la humanidad dañada por el
pecado y por la pretensión de autosuficiencia de querer ser como Dios; hoy
celebramos el inicio de la vida de María, la mujer que dará a luz la descendencia
salvadora, y nos alegramos con los que durante los siglos precedentes a su existencia
esperaban la venida del Mesías Salvador.
Y si los orígenes del género humano están marcados por la desobediencia de los
primeros padres, por el hecho de querer prescindir de Dios como luz para la
humanidad, los orígenes del nuevo linaje, los de la humanidad restaurada, están
marcados por la obediencia y la santidad de María. Una santidad inicial sin mácula que
es don de Dios en previsión de la obra salvadora de Jesucristo y que, a medida que
María vaya creciendo, será, también, fruto de su colaboración libre y generosa.
Acogiendo la palabra de Jesucristo, el descendiente de María, comprendemos que, a
pesar de las experiencias tristes, no estamos sometidos al fatalismo del mal, que el ser
humano no ha sido creado para vivir en la desesperanza. Jesucristo abrirá un futuro,
no de desgracia, sino de paz y de bien, tal como Dios quería ya al crear el ser
humano. Todo esto entra en lo que es anunciado a María referente a su Hijo, en el
Evangelio que acabamos de escuchar: el Señor Dios le dará el trono de David, su
padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre .
Estas cosas, como decía San Pablo, han sido escritas para instruirnos . Para que
sepamos que la vida humana no es una sucesión de acontecimientos sin sentido -ni
siquiera cuando experimentamos el mal, el dolor o la muerte-, sino que en el fruto
bendito del vientre de María, todo encuentra un sentido nuevo, hasta el punto que
nadie puede decir que no hay salvación para él. Dios ama y confía en cada persona,
quiere liberarla integralmente.
Esto, que también lo dice San Pablo, nos consuela ante las dificultades y ante la
certeza de que tenemos que morir. Nos consuela y nos hace constantes en la vivencia
de la fe, a pesar de las oscuridades y las tentaciones que nos pueden conducir a no
encontrar sentido a la existencia o a vivirla estoicamente. El mensaje de la Sagrada
Escritura nos invita a la esperanza y nos hace crecer, porque nos dice que Dios ofrece
la vida y la salvación a todos, que la humanidad tan trastornada por crisis y violencias
puede encontrar la liberación y la plenitud. La oscuridad que aún envuelve gran parte
de la existencia humana, en su momento se disipará por la descendencia de María.
Porque la voluntad de Dios siempre es de vida, de amor y de salvación.
El itinerario de la Virgen, desde su concepción, que hoy celebramos, hasta su
asunción en la gloria de Cristo, nos ofrece un modelo de vida. En el clima de adviento,
nos damos cuenta de que ella nos acompaña con su oración y que nos ofrece una
guía para vivirlo todo con esperanza, para encontrar fuerza y consuelo en las
Escrituras Santas. Así como ella esperó "llena de amor" (cf. Prefacio II de Adviento) el
nacimiento de su Hijo, nosotros, fundamentados ya en la resurrección de Jesucristo,
podemos vivir con esperanza perseverante la espera del cumplimiento total de la
victoria sobre el mal y la muerte, la espera del regreso definitivo del Señor.
La eucaristía nutre esta esperanza y nos hace pregustar ya el encuentro con Cristo.